Capítulo II

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El miedo había sido atroz y, por ello, le había arrastrado lejos, tan lejos que ni él mismo reconoció los adoquines que pisaba. Sin embargo, las voces seguían acosándole, susurrando su nombre en cada respiración.

Por fin, se detuvo, porque su cuerpo famélico no podía más. A pesar del pánico que le sacudía y de esa intensa sensación de malestar que le llevaba a querer alejarse, el cansancio y su propia anatomía le habían dado la espalda.

Enzo notó la primera náusea en cuanto se detuvo en la esquina que separaba dos calles extremadamente concurridas. El cómo había llegado hasta allí sin llevarse a nadie por delante era un misterio, uno que, sinceramente, nunca iba a ser resuelto porque ni siquiera a él le interesaba.

—¡¡Enzo!!

Oyó que la voz de Luca volvía a llamarle, como llevaba haciendo los últimos diez minutos. No le había despistado, ni se había deshecho de él, tal y como pretendía. Ahora se vería obligado a disculparse, a decir cosas que no sentía y todo por guardar los reductos de una amistad que podría haber sido mucho mejor.

Las náuseas se hicieron más intensas conforme todo volvía a ser nítido y real. La música de fondo, de un saxofón lleno de alegría, los pasos de los viandantes a su alrededor y el confuso gruñido de las bocinas se entremezclaron hasta convertirse en una maza que le golpeó el pecho con fuerza. Esta vez, no pudo evitarlo. A pesar de las miradas recelosas que algunos le dedicaban y del asco que llenaba otras, Enzo vomitó. Echó lo poco que tenía en el estómago y tosió hasta que los pulmones silbaron, incómodos.

—Ya está, ey... —Luca reapareció a su lado, tan jadeante como él, pero con mucho más color bajo la barba—. Lo siento, tío. No pensé...

Enzo hizo un gesto para que no continuara hablando. No quería escucharle, ni pensar que podía haberle hecho daño con su estúpido y reciente pánico. Pero ¿qué otra cosa podía hacer salvo esa? ¿Luchar? ¿Luchar contra algo que era imposible de vencer? Lo había intentando durante meses y lo único que había conseguido era empequeñecer en un mundo que amenazaba con devorarlo.

—Yo tampoco —susurró como pudo y se incorporó, cansinamente—. Necesito una cerveza.

—Una cerveza —repitió Luca, incrédulo, pero se apresuró a asentir y a buscar con la mirada un bar. Encontró uno al otro lado de la calle, así que enganchó a Enzo de un brazo y lo arrastró hasta allí—. ¿Sin alcohol? —preguntó, en cuanto se sentaron en un rincón, junto a los baños.

—¿Estás de coña? —Enzo sacudió la cabeza, se echó la mano al bolsillo del traje y sacó un billete de diez euros que dejó sobre la mesa—. Pide algo de comer si tienes hambre, me siento generoso. Ya sabes —continuó, con una media y agotada sonrisa—. Por los viejos tiempos.

Luca tuvo que contener las ganas que tenía de abofetearle y sacudirle hasta que sus neuronas volvieran a su lugar inicial. ¿Qué había sido del chico brillante que destacaba en el puñetero bufete? ¿Qué había hecho la vida con él? ¿Y por qué, si él, menos que nadie, lo merecía?

Las preguntas no parecían tener respuesta a alguna, porque la realidad era lo que tenía ante sus ojos, aunque no quisiera detenerse a mirar. Y lo cierto es que apenas podía hacer nada para cambiarla, salvo brindarle su tímido apoyo. Por eso, Luca terminó por desviar la mirada y coger fuerzas con el aire que inhalaba.

—Enzo... tienes que pasar página. En serio, sé que de pronto todo parece una mierda y que no ves salida al túnel, pero... —Luca chasqueó la lengua y tamborileó con los dedos sobre la mesa, hasta que sintió que, frente a él, Enzo giraba la cabeza—. Joder, tienes una niña que te necesita. ¿Acaso ella no merece, no sé, un poco de atención?

La muñeca tatuada (COMPLETA----- Historia Destacada Abril 2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora