Capítulo III

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Las ocho de la tarde llegaron entre la bruma típica de un día de otoño y los débiles rayos de un día de invierno, a pesar de que estaban ya rozando la primavera. Sin embargo, la calidez era propia de cualquier día de verano. Como diría su hija...aquel era un día de locos, un día de juegos. Un día en el que cualquier cosa podía pasar.

Quizá por eso estaba allí, apoyado contra la pared del hospital, esperando a que sus latidos se normalizaran y a que su cerebro considerara la opción de entrar en la cafetería.

Enzo levantó la cabeza, mientras una hebra finísima de humo escapaba de sus labios. Sobre él, el tono rosáceo del cielo desaparecía bajo la caricia de un manto azul, que pronto cubriría todo. Era hermoso, tierno, dulce. Y aun así, no lograba conmoverle. ¿Acaso había muerto en él todo lo bueno? ¿Todo lo sencillo? ¿Por qué no podía disfrutar de las cosas simples?

En realidad, sabía por qué ocurría lo que ocurría, así que esa certeza pinchaba su alma cada día, como un aguijón que deambulaba bajo la piel sin control. Pero no podía hacer nada, al menos, hasta que ella despertara y volviera. Y cómo deseaba que lo hiciera. Había tantas cosas que arreglar, que contar, que disfrutar una vez más.

Sonrió, apesadumbrado y devolvió toda su atención al cigarro que se consumía entre sus dedos. Fumó, dejó que el humo brotara de él y solo cuando consiguió terminar con dos más, se animó a entrar en la atestada cafetería.

El ruido retumbó en sus oídos con tanta fuerza que, de golpe, se espabiló. Todo el cansancio acumulado y los pesares que arrastraba desde el bufete desaparecieron, como si nunca hubieran estado allí o como si solo hubieran sido rescoldos de un fuego menor. También sintió calor, el calor humano, que trepaba por sus brazos con una lentitud que, curiosamente, le resultaba agradable. No quiso pensar en cuánto tiempo hacía que no se sentía así, porque descubrió que, en aquellos momentos, no tenía sentido pensar en todo lo que iba mal, ni en lo que podría ir peor. Porque, a pesar de ser una cafetería llena de caras largas, de pocas sonrisas y de escasas palabras amables, se respiraba tranquilidad.

—¿Me buscaba? —Rocky apareció tras él, con una sonrisa plena y amistosa—. Siento llegar tarde, pero me quedé dormida en el sofá.

Enzo parpadeó varias veces y tras un breve instante de silencio, se atrevió a sonreír y a sacudir la cabeza.

—No importa, yo también acabo de llegar —contestó, por encima del ruido de los platos y del intenso rumor de las conversaciones—. ¿Nos sentamos?

Rocky asintió y esquivó elegantemente las mesas apiñadas de la sala. Le bastó una mirada para comprobar que muchos de sus compañeros estaban allí y que, sin duda, ya la habían visto. No le costó imaginar los rumores que vendrían después de aquello, ni las insinuaciones que tendría que soportar durante toda la semana. Quizá así, otro gallo cantaría. Lo mismo de esa manera, su suerte cambiaba.

—Me alegro de verle de nuevo, de verdad —Rocky sonrió, se sentó en una incómoda silla de plástico y apoyó los brazos, cubiertos por una blusa rosa, sobre la mesa. Desde allí podía ver no solo a su acompañante, sino también a Alex, un joven becario que no lograba quitarse de la cabeza. El hecho de que quisiera llevar a Enzo a esa hora allí no era casualidad, por supuesto, pero ninguno de los dos iba a enterarse—. ¿Quiere tomar algo? Yo invito.

—Cerveza —contestó automáticamente y se levantó, mucho antes de que ella hiciera el amago de hacerlo—. ¿Y usted?

—Cualquier cosa que no lleve alcohol —contestó pero al ver su gesto, ligeramente confuso, recapacitó—. Zumo. De piña, a ser posible.

La muñeca tatuada (COMPLETA----- Historia Destacada Abril 2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora