Capítulo IX

89 23 0
                                    



Ara era incapaz de creer lo que estaba viendo. O quizá sí creía en lo que veía, a pesar de todo. Aún así, ese recuerdo dolía, quemaba y arrasaba con todos los demás. Era como una astilla clavada en su carne más tierna, en su lugar más sensible y dulce.

¿Cómo había podido olvidarlo? ¿Cómo lo había conseguido?

Un sollozo, lleno de amargura y terror la sacudió con violencia, hasta hacer que se doblara sobre sí misma y vomitara. Después, cuando los estertores dejaron de estremecerla, contempló su recuerdo más doloroso, con los ojos velados por las lágrimas que, ahora, corrían por sus mejillas.

Era una auténtica bomba. Una que ponía patas arriba su pequeño mundo de ignorancia, su aparente refugio del mundo.

Ara tomó aire como pudo, mientras avanzaba entre el polvo que se acumulaba sobre el suelo. Ahora todo le parecía dolorosamente familiar. ¿Cómo no?

Acarició las paredes, llenas de dulces elefantes que la observaban con una ligera sonrisa. Observó con lástima, con intensa pena, el cobertor azul de la cuna, sus mantitas ligeras y tiernas, esas que nunca habían sido usadas.

Y volvió a llorar, porque no podía hacer otra cosa.

Sus sollozos llenaron el silencio, como una letanía que no terminaba nunca, como un lamento que crecía desmedido. Lo había perdido. Lo había olvidado.

Con cuidado, con toda la ternura del mundo, cogió la muñeca que permanecía metida en la cuna. La abrazó contra sí, con fiereza, con desesperación. Con el ansia de una madre que había perdido a su hijo.

Y así, como en una película llena de drama, recordó el momento en el que su vida había dado un vuelco, uno doloroso y cruel, uno que se había transformado en un duro revés de la vida.

Estaba en casa, en un pisito pequeño y coqueto, con alguien a quien ella amaba con desesperación. Todo a su alrededor era hermoso y dulce, como un cuento de hadas que se transformaba en vida, en realidad: casada, embarazada por segunda vez y llena de vida. Con un futuro prometedor, lleno de cuadros y caricias al caer la noche. ¿Qué más podía pedir? Tenía todo, y ese todo crecía y se expandía como la más dulce espuma...

Recordó la escalera. Y una voz, dolorosamente familiar, que le suplicaba más cuidado. Ella reía y le quitaba importancia, porque estaba acostumbrada a pintar, sin importar en dónde estuviera subida. Incluso si solo se apoyaba sobre la punta de sus pequeños y delicados pies.

Nada podía pasar.

Una risa. Un, <<¡ten cuidado, niña, joder!>> Una trompa de elefantito. Una suave y tierna patada en su vientre. Una sonrisa.

Y, de pronto, el vacío bajo sus pies. El miedo, abrumador e intenso. El intenso dolor, que se transformó en una tortura llena de sangre y gritos. Las manos de dos hombres que suplicaban que se levantara. El olor del hospital. El ruido de las máquinas. La desolación más absoluta. El tenebroso vacío de su vientre.

Lo había perdido. ¿Había alguna palabra de consuelo para eso? ¿Había algún motivo para ello? Quizá la despreocupación que la caracterizaba y su escaso miedo a la vida. Quizá, simplemente, mala suerte.

Ara sollozó amargamente y se llevó las manos al vientre, ahora pálido y sin vida.

— Mi pequeño... —susurró, entre lágrimas y su torrente de pena—. Mi niño...

***

Roma continuaba siendo un lugar hermoso, a pesar de todo. Y más si ahora iba de la mano de su pequeña, que parloteaba intensamente, como solo ella sabía hacer.

La muñeca tatuada (COMPLETA----- Historia Destacada Abril 2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora