Capítulo XI

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¿Era calor lo que sentía junto a ella? ¿Era... él?

No era posible. Simplemente, escapaba a toda rutina, a toda verdad. Enzo nunca se quedaba a su lado. Eso era así, inamovible. Y, sin embargo... sentía su cuerpo rodearla. Sus brazos en torno a ella. Su aliento acariciando su hombro.

Ara suspiró de placer, profundamente.

No recordaba en qué momento habían ido a la habitación de hotel, pero... allí estaban, entrelazados como si solo fueran uno.

Sonrió al pensar que no le importaría despertar cada mañana así, abrazada a él. Aunque, curiosamente, la sensación le era tremendamente familiar, como si, efectivamente, hubiera formado parte de su día a día. Las leves caricias de la yema de sus dedos, la postura, la perfecta sincronía... todo despertaba en ella retazos de recuerdos.

Sentía cosas, dulces momentos que retornaban desde un rincón oscuro de su mente. Notaba caricias y besos, suspiros en la oscuridad de una habitación, palabras que la acariciaban con la misma ternura que Enzo.

Le quería.

Era innegable. Como lo era el hecho de que, fuera de aquel lugar, también lo hacía. ¿Él también sentiría eso? ¿Sabría que sus vidas se habían unido en algún momento? Quizá, solo quizá... por eso Enzo estaba allí. Por lo que una vez habían sentido. Por lo que habían tenido.

— Buenos días...

Ara se giró, suavemente. Sus rostros quedaron a escasos centímetros, a apenas un suspiro de distancia. Sintió nacer un dulce cosquilleo en el corazón que, rápidamente, se extendió a cada fibra de su ser, a cada terminación nerviosa. Se ruborizó y sonrió.

— Buenos son, sí —contestó ella, en apenas un susurro. Después dejó que su mano subiera hasta su mejilla, cubierta por la sombra de una barba de tres días, y le acarició.

cómo el sonreía, aún con los ojos cerrados y cómo gruñía de placer, le hizo sentirse francamente bien, como hacía mucho que no se sentía.

— Me gusta que hagas eso —susurró Enzo, mientras apresaba la mano de Ara y se la llevaba a los labios.

— Lo sé —Ara sonrió con más amplitud, con más felicidad, sin poder evitarlo. Después apretó su cuerpo contra el suyo, hasta que solo hubo piel contra piel.

La sensación de familiaridad, de asombrosa realidad, se hizo más potente, más palpable.

Se miraron el uno al otro, esbozando palabras y preguntas que aún no tenían fuerza para salir. A cambio, dejaron escapar la bondad, la amistad floreciente y dulce que les juntaba, el amor sosegado y pacífico que les unía.

Enzo besó a Ara hasta que sus latidos se tornaron erráticos y frenéticos, hasta que sus pulmones lucharon contra la necesidad de respirar. Incluso así, entre jadeo y jadeo, la retuvo en sus brazos.

Volvió a cerrar los ojos. Volvió a sentir la paz, el cariño, la tranquilidad más absoluta. El idílico paraíso que tanto echaba de menos.

¿Qué echaba de menos?

Enzo abrió los ojos cuando el torrente de recuerdos le sacudió. No llegaron todos, ni siquiera la gran mayoría, pero sí los suficientes como para recordar quiénes eran ambos y qué había pasado.

Se estremeció profundamente, miró a Ara y la sostuvo por las mejillas, mientras temblaba como un niño.

— Creí que te había perdido —susurró, frenéticamente—. Ara, mi vida... Dios, dime que eres real. Dime que no me estoy volviendo loco.

La muñeca tatuada (COMPLETA----- Historia Destacada Abril 2018)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora