Capítulo 6

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  —¡Arriba todo el mundo ahora mismo! 

Un grito del director del hospital hace que me despierte de mi pequeña siesta. Y Keesa, que estaba sentado a mi lado, da un respingo, con su cajita entrelos brazos. Ambos nos giramos, cada uno en su respectiva posición. 

El director del hospital es un hombre grande, fornido. Creo que es de los hombres más grandes que trabajan aquí. Y parece cabreado, con su rostro enrojecido y sus manos sudorosas. 

Todos nos quedamos mirándolo, atentos a lo que tiene que decir. Incluso aquellos que están todo el día en su mundo mueven levemente la cabeza en sudirección. El hombre saca algo de los bolsillos de su pantalón. Y el súbito frío que siento en mi rostro delata que he palidecido de repente. 

La bolsa en la que llevé las cosas anoche... Mierda, no debería habérmela dejado.  

  —¡¿Quién diantres se metió anoche en la sala de doctores?! —grita, cual energúmeno. Incluso, una vena del cuello se le hincha ligeramente —¡Que el culpable se delate! ¡O vais a pagar justos por pecadores! 

Keesa y yo nos miramos con preocupación. Keesa suspira y se levanta.Y no tardo en averiguar qué es lo que va a decir. Alza la mano, aparentemente tranquilo. Cuando el director lo mira, se abraza a su cajita y abre la boca para hablar. Doy un respingo en tiempo récord para taparle la boca antes de que diga nada de lo que se pueda arrepentir. 

—¡He sido yo! —exclamo, en voz alta, pero segura. 

Keesa parpadea, notoriamente disgustado, y trata de zafarse, pero empleo toda mi fuerza en que no pueda ni abrir la boca. Suelta una mano de su cofrecito y trata de quitarse las mías de encima, cosa que no consigue. 

El doctor y algunos enfermeros que nos rodean se me quedan mirando con sorpresa, observando el intento de Keesa por hablar. El doctor lo señala, y alza una ceja, con cinismo. 

—Él no parece estar de acuerdo. 

—Intenta protegerme porque es bueno —respondo, haciéndome el inocente.     

  Keesa parece desistir en su intento de responder cuando se nos acerca el director. Y lo suelto, una vez me aseguro de que no va a atreverse a hacer nada descabellado. Cuando llega a nuestra altura, fija en mí una mirada de asco y superioridad, como si yo sólo fuera una cucaracha y él, el león más elegante. Alza una mano. 

Y la bofetada que me propina me hace caer al suelo 

—¡LUZBELL! —grita Keesa. 

Me reincorporo justo a tiempo de detener a duras penas una fuerte patada del director con mis propias manos. Él gruñe, insatisfecho. Y, con una inesperada fuerza, pisa una de mis muñecas. 

Cuando noto un crujido en mi muñeca izquierda y un súbito e insoportable dolor, no puedo evitar gruñir y quejarme, mientras me echa hacia atrás. 

—¡Hey, tú! 

Levanto la mirada de mi muñeca herida para ver cómo Keesa, sin despegar los brazos de su caja, dirige una potente patada... directa a la boca del director. De la boca de este, tras el golpe de Keesa, puedo adivinar un diente salir volando y un poco de sangre tras él. El gesto de Keesa es de rabia. Ceño fruncido. Mandíbula cerrada fuertemente, labios abiertos, y un destello de furia en sus ojos turquesas, contrastando con el rubor que se le sube a las mejillas.

  Cuando el director se tambalea, Keesa acude en mi ayuda. Se acerca y me dedica una atenta y preocupada mirada. 

  —¿Estás bien, Luzbell? —baja la vista, y, abriendo los ojos como platos, palidece —¡Mierda! ¡Tu muñeca!  

  Al mirar mis manos, no puedo evitar morderme el labio. La piel de la zona se ha amoratado de forma preocupante, y se ha hinchado. Keesa la agarracon una de sus manos y sorprendente delicadeza. 

—¿La puedes mover? —pregunta. 

—No... —trago saliva, intentando mantener la compostura, porque, esto duele, mucho —Supongo que se ha roto. 

Keesa vuelve a fruncir el ceño mientras masculla algo que no llego a entender. Para entonces, el director se levanta y se limpia el rastro de sangre que rodea su boca. Keesa se da la vuelta, y exclama: 

  —¡Serás hijo de puta! —lo insulta —¡Le has roto lo muñeca, imbécil! 

—¡Qué pena! —ironiza el director.

 Keesa pestañea y entorna los ojos, en un gesto amenazante, mientras me tiende la caja. Yo la agarro, no muy seguro de sus intenciones. Se acerca al director. Y sisea.  

  —Llévalo a que lo traten. 

—Sólo eres un triste loco, ¿de verdad piensas que te voy a obedecer? —el director se encoge de hombros —La culpa es suya por haberse metido donde no le llaman. Que se aguante.  

  Keesa le agarra del cuello con una mano y lo levanta del suelo. Los enfermeros hacen ademán de adelantarse a ayudarlo, pero Keesa les manda una mirada de advertencia que congelaría hasta al animal más salvaje, dando a entender que, como alguien o se acercarse, el cuello del director se partirá en dos. 

—Keesa, detente —le increpo. 

Él gira el rostro para observarme con sorpresa, mientras afloja un poco el agarre. 

—Pero... Te ha golpeado, Luzbell... 

—Déjalo en el suelo, Keesa, hazme caso —intento no quejarme del repentino y doloroso calambre que sacude mi muñeca—. No es la primera vez que me parto una muñeca, te lo aseguro... ¡Por el amor de dios, Keesa!¡Suéltalo! 

—¡Qué irónico que hayas dicho eso, tú, que llevas el mismo nombre del diablo! —me insulta el director. 

  Keesa, como respuesta, aprieta más su cuello y lo deja agonizar un rato, para aflojarlo después. Acto seguido, se acerca a su oído y comienza a susurrar unas palabras que yo no alcanzo a escuchar... pero, a medida que va hablando, el director va palideciendo más y más. Hasta el punto de que, cuando lo suelta, Keesa parece incluso curtido a su lado. 

El director nos mira a ambos, con una mezcla de rabia y terror. 

—¡Enfermería! —proclama, arreglándose la corbata— Por favor, revisen y traten la muñeca del paciente. 

Me quedo observando cómo se aleja, mientras Keesa recupera su cofrecito y algunos enfermeros se dirigen hacia mí, con recelo. Keesa se inclina un poco, y me revuelve el pelo. 

—Si no hubieras estado tú delante... —sonríe, con calma, sacudiendo la cabeza mientras señala mi muñeca —Bueno, da igual. ¿Te duele mucho? 

—Si te soy sincero, estoy aguantando las ganas de ponerme a gritar como un energúmeno —respondo, con una media sonrisa—. Lo que es una putada, siendo yo zurdo... 

Keesa parpadea, y suspira, notoriamente disgustado por algo. Entonces, una enfermera toca mi hombro. 

  —Disculpa, cariño —escucho su voz—. Vamos a la consulta. 

Le lanzo una última sonrisa a Keesa, mientras sigo a la enfermera hasta donde sea que me tenga que dirigir. Atravesamos el patio bajo la mirada de enfermeros y otros pacientes, que han sido testigos de todo lo que ha pasado. Keesa se queda quieto, con los brazos rodeando su cofrecito, atento a cada paso que doy. 

Sigo a la enfermera, dispuesto a tratarme la muñeca, y trato de ignorar los cientos de rostros ensangrentados que me rodean de repente, clavando sus miradas en mí como si yo fuese la causa de todos sus males.  

El Gato, la Pica, y el Tuerto (EN LIBRERÍAS).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora