Capítulo 8.

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  Abro los ojos, totalmente sorprendido. Otra vez es de noche, y me encuentro en mi cama. Y, otra vez, Keesa se ha escabullido de su habitación para venir a dormir a la mía. 

Un momento. 

Alarmado, me incorporo con brusquedad, haciendo que todo el colchón se mueva, y Keesa se queja. Abre los ojos, y me mira con una ceja alzada. 

—¿Luzbell...?  

  Se despereza y su tripa queda al descubierto bajo la camisa del psiquiátrico. Pero no veo agujero ninguno. Sólo un torso totalmente plano y pálido y un pequeño ombligo. Keesa bosteza y lagrimea, y me pregunta con voz adormecida: 

  —¿Has tenido pesadillas? 

—Tranquilo, no es nada —digo, y me rasco los párpados cerrados de mi cuenca vacía (no, no llevo el parche para dormir). Acto seguido, me levanto—.Voy al baño. Vuelvo en un minuto.  

  Keesa me responde con un sonido remolón, mientras se estira, cierra los ojos y cambia de posición. Yo mientras me arrastro hasta el baño, todavía con algo de sueño, pero con el corazón latiéndome a todo correr. ¿Se puede saber qué hago yo con estas visiones, o lo que sea, por las noches? No me he atrevido a dejar la medicina atrás, lo admito. Entonces, ¿por qué? 

Abro la puerta y voy en dirección al servicio. No estaré mucho rato.Voy a lavarme un poco, y luego volveré a dormir. Siento el sudor típico de los malos sueños y es una sensación muy desagradable. Supongo que los encargados no habrán cerrado el armario de batas que hay en las duchas. 

Ando durante cinco minutos en la penumbra, pasando al lado de varias puertas, hasta que finalmente alcanzo el arco que lleva a los baños. Me acerco a él e introduzco un solo brazo para encender la luz. 

Esta se enciende y tengo que apartar un momento la vista, debido a la repentina claridad. Una vez me acostumbro, me puedo permitir pasar más adentro. 

Me encuentro, al entrar, en la parte que corresponde al vestuario, que se compone de un pequeño cuarto rectangular, el armario al fondo, y el gran cubo de la ropa sucia al frente. En medio, hay un banco y, a mi lado, algunos cubículos. 

Me desabrocho los botones de la bata (lo de la muñeca, menos mal, fue una torcedura, no un hueso roto) mientras camino hacia el armario y lo abro. Numerosas prendas de hospitalizado aparecen muy bien organizadas. Desde las tallas más pequeñitas hasta camisas en las que cabríamos dos como yo, mínimo. 

Busco entre las estanterías para encontrar un pantalón y una camisa a mi medida. Tengo que estirarme un poco y ponerme de puntillas para poder alcanzar mi talla. No entiendo la lógica de los que organizan los armarios, ¿por qué ponen la ropa para los más pequeños arriba y la ropa para los más grandes debajo? En fin... 

Agarro la camisa y los pantalones limpios y los coloco en el banco a mi espalda, mientras voy quitándome lo que tengo puesto. La tela hace un sonido muy suave al caer al suelo. La recojo y la deposito en su sitio correspondiente. Después, agarro la otra muda de ropa y paso hacia las duchas. No me preocupo de que puedan verme desnudo. De todas formas, no sería la primera vez, y tampoco es que vayan a encontrar nada fuera de lo común. 

Agarro una toalla de la pequeña cómoda que hay junto a la entrada a las duchas comunes. Una habitación amplia, cuya distribución es muy sencilla. En una pared, los lavamanos. En otra, las duchas. En la siguiente, los cubículos. Y, en medio, un elegante banco de color claro. 

Y tras los numerosos lavamanos... Un espejo. 

Me acerco, curioso, y observo mi imagen reflejada en el mismo. ¿Sabéis? En circunstancias totalmente normales, encontrar un espejo en el baño no sería un detalle destacable. Pero, estando aquí dentro, en un hospital psiquiátrico, en el que hasta las pulseras te las quitan por considerarse "potenciales armas"... Un espejo, que puede romperse contra cualquier cosa, es de lo más extraño que te puedes encontrar aquí. Tan extraño que algunos enfermos trafican con espejos. No, no me equivoco, se pueden traficar con espejos en el asilo. Y hay quienes harían lo que fuera por obtener uno. ¿El motivo? Muy sencillo. Entre medicamentos, tratamientos, batas y gritos, lo primero que se te olvida y lo que más te cuesta recuperar es quién eres. Y muchos consiguen y esconden sus espejos para no olvidarse de quiénes son. Para tener un mínimo atisbo de humanidad cuando salgan de aquí. Y si salen de aquí. Yo también tengo un pequeño espejo escondido en el interior de mi almohada por el día, y tuve que pagar un precio innombrable por él. Es gracias a ese espejito que sé que he adelgazado y me he hecho más alto. Que tengo varias cicatrices en línea recta sobre la cuenca vacía en mi rostro. Que el pelo me ha crecido hasta la base del cuello y que mi espalda se ha ensanchado. Muy poquito. Pero lo ha hecho.         

  Sin embargo, repito, por poder conservar tu imagen y no olvidarte de ti mismo... hay que pagar. Y creedme, dependiendo de quién te lo venda, puedes llegar a lamentarlo. 

Por eso a los directores no les gusta que andemos con espejos. O, al menos... Que nos reflejemos en ellos. Porque recordamos quiénes somos y escapamos a su control. 

Entonces, ¿por qué poner un espejo? 

Me acerco hasta llegar ante el lavamanos y me quedo observando mi imagen largo rato. Keesa tiene razón. Necesito ganar peso. O masa, al menos. Porque, si él está delgado, yo estoy hecho un manojo de piel y huesos. Las costillas empiezan a sobresalir de forma preocupante en mi torso. Incluso mi vientre posee una levemente perceptible forma cóncava. Nada de lo que haya que preocuparse, realmente, pero está ahí. Y, oh, espera... Empiezo a tener cintura...Mal asunto. 

Sobre mi corazón, una multitud de cicatrices se centran en un sólo punto, de forma desordenada. Al igual que las tres líneas de arañazos que hay sobre mi párpado cerrado. Joder... ¿Cuándo me he quedado tan hecho mierda? 

Decido dejar de mirar mi maltrecho cuerpecillo para meterme de una vez en la ducha. 

Me meto dentro y cierro la cortina a mi espalda, por costumbre, más que nada, y abro enseguida el agua caliente, que se desliza sobre mi piel rápidamente. Cierro mis párpados mientras entreabro la boca para respirar con más facilidad. Y me quedo así un rato, dejando que mi cuerpo se libere de sus tensiones y se relaje bajo la calidez del agua.    

  Me apoyo en la pared ante mí y el chorro de agua que cae desde la alcachofa pasa a mi nuca y a mi espalda. Enseguida noto en mi pecho el contraste de temperatura, sintiendo el cosquilleo de la piel de gallina. Y vuelvo casi de inmediato bajo la protección del agua. Podría quedarme así horas y horas. Qué digo, ¡hasta días! Pero la realidad llama a mi puerta y recuerdo que más me vale volver a dormirme en mi habitación. 

Tomo algo de jabón y me apresuro a lavarme como es debido. No tardo mucho, realmente. Es sólo quitarme el sudor de las malas pesadillas, eso es todo. 

Malas pesadillas... 

  ¿Por qué Keesa? ¿Por qué no el misterioso Chico de Pelo Blanco, uno de los médicos, o cualquier desconocido? ¿Por qué, de todas las personas que he conocido, el que ha sufrido es Keesa? Sé que es una estupidez preocuparse por ello, pero... No logro apartar esa imagen de mi cabeza. Ese gesto apático, vacío. Esos ojos yermos y carentes de su característica luz... La imagen de Keesa muerto no se escapa de mi mente. 

Eso era... Keesa... Muerto. 

La idea provoca un escalofrío en mi espalda que ni el agua caliente puede redimir. Y, súbitamente, siento ansiedad por volver a mi cuarto lo antes posible.Termino de bañarme y salgo con rapidez, agarrando la toalla y empezando a secarme la humedad. Estoy más que acostumbrado al silencio y a la soledad por las noches... Pero empiezo a sentirme intimidado e incómodo. 

Me visto en pocos minutos. Y me dispongo a dirigirme a mi cuarto, tumbarme en la cama, y no volver a levantarme hasta bien pasado el mediodía. No obstante, siento el impulso de volver a mirarme el espejo. Y me acerco, de nuevo, a él. Observo la superficie unos segundos más. Me observo a mí mismo. Una sensación de extrañeza me acompaña. 

Parpadeo.   

  Y desde el mismo momento en el que lo hago, mi rostro cansado es sustituido por el rostro sonriente del Chico de Pelo Blanco. 

—¡Luzbell! 

Escucho una voz familiar, pero no me da tiempo ni a echarme atrás. El Chico de Pelo Blanco se relame los labios y estira los brazos desde el espejo hacia mí, agarrándome antes de que yo pueda hacer nada. Me sacudo con todas mis fuerzas, pero él no parece ceder. Muy al contrario, me arrastra con él. Siento el cristal romperse contra mi cuerpo, y yo caer al vacío. Grito, pero no alcanzo a escuchar mi propia voz. 

Logro ver a Keesa, que se ha lanzado detrás de mi y tiene los brazos alzados en mi dirección.   

El Gato, la Pica, y el Tuerto (EN LIBRERÍAS).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora