Capítulo 5

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CAPITULO V
LOS «STARTSY»
El lector se imaginará tal vez a mi héroe como un ser
pálido, soñador, enfermizo. Por el contrario, Aliocha era un
joven (diecinueve años) de buena figura y desbordante de
salud. Era alto, de cabellos castaños, rostro regular aunque un tanto alargado, mejillas coloradas, ojos de un gris profundo,
grandes, brillantes, y expresión pensativa y serena. Se me
dirá que tener las mejillas coloradas no impide ser un místico
fanático. Pues bien, me parece que Aliocha era tan realista
como el primero. Ciertamente, creía en los milagros, pero, a
mi modo de ver, los milagros no afectan al realista, pues no le
llevan a creer. El verdadero realista, si es incrédulo, halla
siempre en sí mismo la voluntad y la energía para no creer en
el milagro, y si éste se le presenta como un hecho
incontrastable, dudará de sus sentidos antes que admitir el
hecho. Y si lo admite, lo considerará como un hecho natural
que anteriormente no conocía. Para el realista no es la fe lo
que nace del milagro, sino el milagro el que nace de la fe. Si el
realista adquiere fe, ha de admitir también el milagro, en virtud
de su realismo. El apóstol Santo Tomás dijo que sólo creía lo
que veía, y después exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!»
¿Había sido el milagro lo que le había obligado a creer?
Probablemente, no. Creyó porque deseaba creer, y tal vez
llevaba ya una fe íntegra en los repliegues más ocultos de su
corazón cuando afirmaba que no creía nada que no hubiera
visto.
Se dirá, sin duda, que Aliocha no estaba completamente
formado, puesto que no había terminado sus estudios. Esto es
verdad, pero sería una injusticia deducir de ello que el
muchacho era obtuso o necio. Repito que escogió este
camino solamente porque entonces era el único que le atraía,
ya que representaba la ascensión hacia la luz, la liberación de
su alma de las tinieblas. Además, era un joven de nuestra
época, es decir, ávido de verdades, de esos que buscan la
verdad con ardor y que, una vez que la encuentran, se
entregan a ella con todo el fervor de su alma, anhelantes de realizaciones, y se muestran dispuestos a sacrificarlo todo,
incluso la vida, por sus fines. Lo malo es que estos jóvenes no
comprenden que suele ser más fácil sacrificar la vida que
dedicar cinco o seis años de su hermosa juventud al estudio,
a la ciencia -aunque sólo sea para multiplicar sus
posibilidades de servir a la verdad y alcanzar el fin deseado-,
lo que supone para ellos un esfuerzo del que no son capaces.
Aliocha había elegido el camino opuesto al de la juventud
en general, pero con el mismo afán de realidades inmediatas.
Apenas se hubo convencido, tras largas reflexiones, de que
Dios y la inmortalidad del alma existían, se dijo que quería
vivir para alcanzar la inmortalidad. Del mismo modo, si
hubiera llegado a la conclusión de que no existían ni la
inmortalidad del alma ni Dios, se habría afiliado al socialismo y
al ateismo. Porque el socialismo no es sólo una doctrina
obrera, sino que representa el ateísmo en su forma
contemporánea; es la cuestión de la torre de Babel, que se
construyó a espaldas de Dios no por alcanzar el cielo desde la
tierra, sino por bajar a la tierra el cielo.
A Aliocha le pareció imposible seguir viviendo como habla
vivido hasta entonces. Se dijo: «Si quieres ser perfecto, da
todo lo que tienes y sígueme». Y luego pensó: «No puedo dar
sólo dos rublos en vez de darlo todo, ni limitarme a ir a misa
en vez de seguirle.» Acaso entre los recuerdos de su infancia
conservaba el del monasterio, adonde su madre pudo llevarle
para asistir a alguna función religiosa. Tal vez había
obedecido a la influencia de los rayos oblicuos del sol
poniente, al recuerdo de aquel atardecer en que se hallaba
ante la imagen hacia la cual lo acercaba su madre, la en-
demoniada. Llegó a nuestro pueblo pensativo, preguntándose si aquí habría que darlo todo o solamente dos rublos, y se
encontró en el monasterio con el starets.
Me refiero al starets Zósimo, del que ya he hablado antes.
Convendría decir unas palabras del papel que desempeñan
los startsy en nuestros monasterios. Lamento no tener la
competencia necesaria en esta cuestión, pero intentaré tratar
el asunto someramente. Los especialistas competentes
afirman que la institución apareció en los monasterios rusos
en una época reciente, hace menos de un siglo, siendo así
que en todo el Oriente ortodoxo, y sobre todo en el Sinaí y en
el monte Athos, existe desde hace mil años. Se dice que los
startsy debían de existir en Rusia en una remota antigüedad,
pero que a consecuencia de una serie de calamidades y di-
sensiones que sobrevinieron, como la interrupción de las
seculares relaciones con Oriente y la caída de Constantinopla,
esta institución desapareció en nuestro país. Andando el
tiempo resurgió por impulso de uno de nuestros más grandes
ascetas, Paisius Velitchkovski, y de sus discípulos; pero ha
transcurrido ya un siglo y aún no rige sino en un reducido
número de monasterios. Además, no éstá libre de
persecuciones, por considerarla como una innovación en
Rusia. Floreció especialmente en el famoso monasterio de
Kozelskaia Optyne. Ignoro cuándo y por iniciativa de quién se
implantó en nuestro monasterio, pero por él habían pasado ya
tres startsy: Zósimo era el último. Apenas tenía ya vida, tan
débil y enfermo estaba, y nadie sabía por quién sustituirle.
Para nuestro monasterio, esto constituía un grave problema.
Era un monasterio que no se había distinguido en nada. No
tenía ni reliquias santas ni imágenes milagrosas; no contaba
con hechos histórícos ni con servicios prestados a la patria,
pues todas sus gloriosas tradiciones eran simples detalles de nuestra historia. Lo único que le habían dado fama eran sus
startsy, a los que los peregrinos venían a ver y oír en grandes
grupos desde todos los lugares del país, teniendo a veces que
recorrer millares de verstas.
¿Qué es un starets? Un starets es el que absorbe nuestra
alma y nuestra voluntad y hace que nos entreguemos a él,
obedeciéndole en todo y con absoluta resignación. El
penitente se somete voluntariamente a esta prueba, a este
duro aprendizaje, con la esperanza de conseguir, tras un largo
período, tras toda una vida de obediencia, la libertad ante si
mismo, y evitar así la suerte de los que viven sin hacer jamás
el hallazgo de su propio ser.
La institución de los startsy procede de una práctica
milenaria oriental. Los deberes hacia el startsy son muy
distintos de la obediencia que ha existido siempre en los
monasterios rusos. La confesión del militante al starets es
perpetua y el lazo que une al starets confesor con el que se
confiesa, indisoluble. Se cuenta que, en los primeros tiempos
del cristianismo, un novicio, después de haber faltado a un
deber prescrito por su starets, dejó su monasterio de Siria y se
trasladó a Egipto. Allí realizó actos sublimes, y al fin se le
juzgó digno de sufrir el martirio por la fe. Y cuando la Iglesia
iba a enterrarlo, reverenciándolo ya como un santo, y el
diácono pronunció las palabras «que los catecúmenos
salgan», el ataúd que contenía el cuerpo del mártir se levantó
de donde estaba y fue lanzado al exterior del templo tres
veces seguidas. Al fin se supo que el santo mártir había
dejado a su starets y faltado a la obediencia que le debía, y
que, por lo tanto, sólo de este último podía obtener el perdón,
a pesar de su vida sublime. Se llamó al starets, éste le desligó de la obediencia que le había impuesto y entonces el mártir
pudo ser enterrado sin dificultad.
Sin duda, esto no es más que una antigua leyenda, pero
he aquí un hecho reciente:
Un religioso vivía retirado en el monte Athos, por el que
sentía verdadera adoración y en el que veía un santuario y un
lugar de recogimiento. Un día, su starets le ordenó que fuera a
Jerusalén para conocer los Santos Lugares y después se
trasladara al norte, a un punto de Siberia.
-Allí está tu puesto, no aquí -le dijo el starets.
El monje, consternado, fue a visitar al patriarca de
Constantinopla y le suplicó que le relevara de la obediencia. El
jefe de la Iglesia le contestó que ni él ni nadie en el mundo,
excepto el starets del que dependía, podía eximirle de sus
obligaciones.
Por lo tanto, en ciertos casos, los startsy poseen una
autoridad sin límites. Por eso en muchos de nuestros
monasterios esta institución se rechazó al principio. Pero el
pueblo testimonió en seguida una gran veneración a los
startsy. La gentes más modestas y las personas más
distinguidas venían en masa a prosternarse ante los stortsy de
nuestros monasterios para exponerles sus dudas, sus pe-
cados y sus cuitas y pedirles les guiasen y aconsejaran. Ante
esto, los adversarios de los startsy les acusaban, entre otras
cosas, de profanar arbitrariamente el sacramento de la
confesión, ya que las continuas confidencias del novicio o del
laico al starets no tienen en modo alguno carácter de un
sacramento. Sea como fuere, la institución de los startsy se ha
mantenido y se va implantando gradualmente en los
monasterios rusos. Verdad es que este sistema ya milenario
de regeneración moral, mediante el cual pasa el hombre, al perfeccionarse, de la esclavitud a la libertad, puede ser un
arma de dos filos, ya que, en vez de la humildad y el dominio
de uno mismo, puede fomentar un orgullo satánico y hacer del
hombre un esclavo, no un ser libre.
El starets Zósimo tenía sesenta y cinco años. Descendía
de una familia de hacendados. En su juventud había servido
en el Cáucaso como oficial del Ejército. Sin duda, Aliocha se
había sentido cautivado por la distinción particular de que el
starets le había hecho objeto al permitirle que habitara en su
misma celda, sin contar con la estimación que le profesaba.
Hay que advertir que Aliocha, aunque vivía en el monasterio,
no se había comprometido con ningún voto. Podía ir a donde
se le antojara y pasar fuera del monasterio días enteros. Si
llevaba el hábito era por su propia voluntad y porque no quería
distinguirse de los demás habitantes del convento.
Es muy posible que en la imaginación juvenil de Aliocha
hubieran causado una impresión especialmente profunda la
gloria y el poder que rodeaban como una aureola al starets
Zósimo. Se contaba del famoso starets que, a fuerza de
recibir, desde hacía muchos años, a los numerosos
peregrinos que acudían a él para expansionar su corazón
ávido de consejos y consuelo, había adquirido una singular
perspicacia. Le bastaba mirar a un desconocido para adivinar
la razón de su visita, lo que necesitaba e incluso lo que
atormentaba su conciencia. El penitente quedaba sorprendido,
confundido, y a veces atemorizado, al verse descubierto antes
de haber pronunciado una sola palabra.
Aliocha había observado que muchos de los que acudían
por primera vez a hablar con el starets Zósimo llegaban con el
temor y la inquietud reflejados en el semblante y que después,
al márcharse, la cara antes más sombría estaba radiante de satisfacción. También le sorprendia el hecho de que el starets,
lejos de mostrarse severo, fuera un hombre incluso jovial. Los
monjes decían que tomaba afecto a los más grándes
pecadores y que los estimaba en proporción con sus pecados.
Incluso entonces, cuando estaba ya tan cerca del fin de su
vida, Zósimo despertaba envidias y tenía enemigos entre los
monjes. El número de los enemigos disminuía, pero entre
ellos figuraba cierto anciano taciturno y riguroso ayunador,
que gozaba de gran prestigio, al que acompañaban otros
religiosos destacados. Pero los partidarios del starets
formaban una mayoria abrumadora; éstos sentían gran cariño
por él y algunos le profesaban una adoración fanática. Sus
adictos decían en voz baja que era un santo, preveían su
próximo fin y esperaban que pronto haría grandes milagos
que cubrirían de gloria al monasterio. Alexei creía ciegamente
en el poder milagroso de su starets, del mismo modo que
daba crédito a la leyenda del ataúd lanzado al exterior de la
iglesia. Era frecuente que se presentaran a Zósimo hijos o
padres enfermos para que les aplicara la mano o dijese una
oración por ellos. Aliocha veía a muchos de los portadores
volver muy pronto, a veces al mismo día siguiente, para
arrodillarse ante el starets y darle las gracias por haber curado
a sus enfermos. ¿Existía la curación o se trataba tan sólo de
una mejoría natural? Aliocha ni siquiera se hacía esta
pregunta: creía ciegamente en la potencia espiritual de su
maestro y consideraba la gloria de éste como un triunfo
propio. Su corazón latía con violencia y su rostro se iluminaba
cuando el starets salía a la puerta del convento para recibir a
la multitud de peregrinos que le esperaba, compuesta
principalmente por gentes sencillas que llegaban de todos los
lugares de Rusia para verle y recibir su bendición. Se arrodillaban ante él, lloraban, besaban sus pies y el suelo que
pisaba y, entre tanto, no cesaban de proferir gritos. El starets
les hablaba, recitaba una corta oración, les daba la bendición
y los despedía.
Últimamente estaba tan débil a causa de sus achaques,
que pocas veces podía salir de su celda, y los peregrinos, en
algunas ocasiones, esperaban su aparición días enteros.
Aliocha no se preguntaba por qué le querían tanto, por qué se
arrodillaban ante él, derramando lágrimas de ternura. Se daba
perfecta cuenta de que para el alma resignada del sencillo
pueblo ruso, abrumada por el trabajo y los pesares, y sobre
todo por la injusticia y el pecado continuos -tanto los propios
como los ajenos-, no había mayor necesidad ni consuelo más
dulce que hallar un santuario o un santo ante el cual caer de
rodillas y adorarlo diciéndose: «El pecado, la mentira y la
tentación son nuestro patrimonio, pero hay en el mundo un
hombre santo y sublime que posee la verdad, que la conoce.
Por lo tanto, la verdad descenderá algún día sobre la tierra,
como se nos ha prometido.»
Aliocha sabía que el pueblo siente a incluso razona así, y
estaba tan seguro como aquellos aldeanos y aquellas mujeres
enfermas que acudían con sus hijos de que el starets Zósimo
era un santo y un depositario de la verdad divina. El
convencimiento de que el starets proporcionaría después de
su muerte una gloria extraordinaria al monasterio era en él
más profundo acaso que en los monjes. Desde hacía algún
tiempo, su corazón ardía, y esta llama interior era cada vez
más poderosa. No le sorprendía ver el aislamiento en que
vivía el starets. «Eso no importa -se decía-. En su corazón se
encierra el misterio de la renovación para todos, ese poder
que instaurará al fin la justicia en la tierra. Entonces todos serán santos y todos se amarán entre sí. No habrá ricos ni
pobres, personas distinguidas ni seres humildes. Todos serán
simples hijos de Dios y entonces conoceremos el reinado de
Cristo.» Así soñaba el corazón de~liocha.
En Alexèi había producido extraordinaria impresión la
llegada de sus dos hermanos. Había simpatizado más con
Dmitri, aunque éste había llegado más tarde. En cuanto a
Iván, se interesaba mucho por él, pero no congeniaban. Ya
llevaban dos meses viéndose con frecuencia, y no existía
entre ellos ningún lazo de simpatía. Aliocha era un ser
taciturno que parecía estar siempre esperando no se sabía
qué y tener vergüenza de algo. Al principio, Iván lo miró con
curiosidad, pero pronto dejó de prestarle atención. Aliocha
quedó entonces algo confuso, y atribuyó la actitud de su her-
mano a sus diferencias de edad a instrucción. Pero también
pensó que la indiferencia que le demostraba Iván podía
proceder de alguna causa que él ignoraba. Iván parecía
absorto en algún asunto importante, en algún propósito dificil.
Esto justificaría la falta de interés con que le trataba. Aliocha
se preguntó igualmente si en la actitud de su hermano no
habría algo del desprecio natural en un sabio ateo hacia un
pobre novicio. Este desprecio, si existía, no le podía ofender,
pero Aliocha esperaba, con una vaga alarma que no lograba
explicarse, el momento en que su hermano pudiera intentar
acercarse a él. Dmitri hablaba de Iván con un profundo y
sincero respeto. Explicó a Aliocha con todo detalle el
importante negocio que los había unido estrechamente. El
entusiasmo con que Dmitri hablaba de Iván impresionó
profundamente a Aliocha, ya que Dmitri, comparado con su
hermano, era poco menos que un ignorante. Sus caracteres eran tan distintos, que no podían existir dos seres más
dispares.
Entonces se celebró en la celda del starets la reunión de
aquella familia tan poco unida, reunión que influyó en Aliocha
extraordinariamente. El pretexto que la motivó fue, en
realidad, falso. El desacuerdo entre Dmitri y su padre sobre la
herencia de su madre había llegado al colmo. Las relaciones
entre padre a hijo se habían envenenado hasta resultar
insoportables. Fue Fiodor Pavlovitch el que sugirió,
chanceándose, que se reunieran todos en la celda del starets.
Sin recurrir a la intervención del religioso se habría podido
llegar a un acuerdo más sincero, ya que la autoridad y la
influencia del starets podían imponer la reconciliación. Dmitri,
que no había estado nunca en el monasterio ni visto al starets
Zósimo, creyó que su padre le quería atemorizar, y aceptó el
desafío. En ello influyó tal vez el hecho de que se reprochaba
a si mismo secretamente ciertas brusquedades en su querella
con Fiodor Pavlovitch. Hay que advertir que Dmitri no vivía,
como Iván, en casa de su padre, siho en el otro extremo de la
población.
A Piotr Alejandrovitch Miusov, que estaba pasando una
temporada en sus posesiones, le sedujo la idea. Este liberal a
la moda de los años cuarenta y cincuenta, librepensador y
ateo, tomó parte activa en el asunto, tal vez porque estaba
aburrido y vio en ello una diversión. De súbito le acometió el
deseo de ver el convento y al «santo». Como su antiguo pleito
con el monasterio no había terminado aún -el litigio se basaba
en la delimitación de las tierras y en ciertos derechos de
pesca y tala de árboles-, pudo utilizar el pretexto de que
pretendia resolver el asunto amistosamente con el padre
abad. Un visitante animado de tan buenas intenciones podía ser recibido en el monasterio con muchos más miramientos
que un simple curioso. Todo ello dio lugar a que se pidiera
insistentemente al starets que aceptara el arbitraje, aunque el
buen viejo, debido a su enfermedad, ya no salía nunca de su
celda ni recibía a ningún visitante. El starets Zósimo dio su
consentimiento y fijó la fecha.
-¿A quién se le ha ocurrido nombrarme juez en este
asunto? -se limitó a preguntar a Aliocha con una sonrisa.
Ante el anuncio de esta reunión, Aliocha se sintió
profundamente inquieto. El único de los asistentes que podía
tomar en serio la conferencia era Dmitri. Los demás acudirían
para divertirse y su conducta podía ser ofensiva para el
starets. Aliocha estaba seguro de ello. Su hermano Iván y
Miusov irían al monasterio por pura curiosidad, y su padre
para hacer el payaso. Aunque Aliocha hablaba poco, conocía
a su padre perfectamente, pues, como ya he dicho, este
muchacho no era tan cándido como se creía. Por eso
esperaba con inquietud el día señalado. No cabía duda de
que sentía verdaderos deseos de que cesara el desacuerdo
en su familia, pero lo que más le preocupaba era su starets.
Temía por él, por su gloria; le desazonaba la idea de las
ofensas que pudieran causarle, especialmente las burlas de
Miusov y las reticencias del erudito Iván. Pensó incluso en
prevenir al starets, en hablarle de los visitantes circuns-
anciales que iba a recibir; pero reflexionó y no le dijo nada.
La víspera del día señalado, Aliocha mandó a decir a
Dmitri que lo quería mucho y que esperaba que cumpliera su
promesa. Dmitri, que no se acordaba de haber prometido
nada, le respondió -on una carta en la que le decía que haría
todo lo posible por no coneter ninguna « bajeza»; que aunque
sentía gran respeto por el starets y por Iván, veía en aquella reunión una trampa o una farsa indigna. «Sin embargo, antes
me tragaré la lengua que cometer una falta de respeto contra
ese hombre al que tú veneras», decía Dmitri finalmente.
Esta carta no tranquilizó a Aliocha.

Los Hermanos KaramazovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora