Lejos de ti; Toruka.
[Parte 1 de 2].
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Cerré los ojos al oír sus palabras, una jodida frase me arruinó la tarde que pasábamos entre amigos, y a pesar de que la música continuaba al máximo mis oídos no respondían a ella.
No era cálido, más bien apagado, frío, y dolía, dolía incesantemente como una ráfaga feroz que atravesó mi corazón sin piedad alguna, sin apiadarse del pesar que me provocaría, destrozando la insignificante llama de esperanza que quedaba sobre mi persona. El destino parecía anhelar que le dejara atrás de una vez por todas, no obstante el hecho de que me impusieran esto así sin considerar cómo iba a sobrellevarlo, ardía, me volvía frágil como un vidrio al cual tiraron una pesada roca y estaba a punto de quebrarse en mil pedazos. Me desmoronaba aproximándome al acantilado que poseía en mi interior, aunque sin más opciones me tumbaría en la exasperante resignación.
Aún, aún lo amaba, y él no tenía ni idea.
Volví a observar a mi alrededor, los presentes se acercaban a felicitarlo, me estaba quedando atrás, pero no mantenía las fuerzas suficientes para acercarme hasta él. Dudé unos momentos, pensando si correspondía hacerlo. Quizá algo en mi interior gritó que debía darle mis bendiciones, en cuanto Tomoya acabó fue mi turno, me arrimé hasta él, sonreí como quien lo hace por puro compromiso, de todas formas le otorgué mi sonrisa, pues la merecía. Su mirada tuvo contacto con la mía unos escasos segundos, no poseía la capacidad para afirmar si le entregué un cálido vistazo de aprobación o si mis ojos cayeron demostrándole mi verdadera pena ante tal noticia. Finalmente, continué por abrazarlo, fingí jugar con él —para extender el momento e intentar contener mis flaqueos al tenerlo tal vez por última vez entre mis brazos— mientras en pleno abrazo nos balanceábamos de un lado a otro, lo sostuve sabiendo que a partir de ese mismo instante estaba perdiendo a la persona que un día le di todo mi amor incondicional sin que él lo supiera.
—Felicitaciones, amigo —dije, aún sin soltarlo—. ¡Nuestro enano se casa pronto, señores! —grité intentando sonar convincente, con alegría.
Mentiroso, un repugnante mentiroso.
Todos a mi alrededor me siguieron el juego, lo agradecí.
Había sido una buena y pacífica reunión entre amigos, pero no creí que la pasaría tan mal, todavía recuerdo el cuestionarme si ir o no, un dilema al que respondí de la forma más equivocada posible, aunque ¿cómo me iba a imaginar que esto sucedería?
—Gracias, hermano. —Sonrió para mí, extrañaba que lo hiciera.
Dejando ese acogedor y desolador abrazo a un lado, al alejarse de mí, el pelinegro se acercó a su prometida, lo observé lanzando un suspiro, como lenta y delicadamente la besó, con pasión, para luego ambos sonreírse el uno al otro como los enamorados que eran. Por un segundo deseé ser yo quien lo hubiera besado, mi imaginación adoraba darme una mala pasada, ¿por qué no podía yo desposarme con él?
La respuesta a aquella interrogante la obtuve hace tiempo, y el hecho de que no pudiera ser yo el que lo estuviera besando, abrazando, y diera el anuncio de una boda junto a él era mi culpa. Nada más que mi culpa, el por qué era sencillo, tuve mil y una oportunidades para declararme, sin embargo mis miedos, inseguridades, cómo reaccionaría Takahiro me hacían idealizar demasiadas cosas terminando por opacarme, cerrándome a la idea de que no existía una posibilidad mínima al menos de que pudiera aceptarme. Y luego de perder tantas ocasiones en las que él se hallaba en completa soltería, el día que organicé enfrentarlo de una vez por todas se presentó junto a su novia, Airi, arruinando mi plan por completo. Tras ese desafortunado día me dispuse a ser paciente, conociendo al azabache sabía, era consciente del lapso de tiempo que duraba una de sus relaciones. Aun así los días, semanas, meses e incluso dos años pasaron, esa relación perduró, mi alma se retorcía de arrepentimiento y celos por haber sido tan imbécil, ¿cómo no pude declararme antes?