Vamos

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 – ¡Kenma, vamos! –decía Kuroo cada vez que iba a sacar a su pequeño amigo de la comodidad de su cama. Con balón en mano, lo arrastraba de su casa para obligarlo a practicar alguna nueva técnica de volley que había aprendido de la televisión.

Así eran las tardes, y a veces mañanas, de ese par de pequeños niños. Kuroo, todo enérgico y determinado, no perdía la oportunidad para compartir con el tímido de Kenma y sacarlo de aquella cueva a la que llamaba habitación.

Siempre que realizaban esas prácticas, más de alguna vez, el balón terminaba por impactar con el rostro del menor o éste se terminaba por tropezar y caer al pavimento. De cualquier manera, Kuroo siempre lograba socorrer a su amigo, ya sea limpiando su nariz o cargándolo devuelta a su hogar, incluso lo sobornaba para que no lo acusara frente a sus padres. Esa era la rutina de esos dos y nunca fallaba. No obstante, hubo un día en que Kuroo no se presentó a la casa del menor, ni en la mañana ni en la tarde. Kenma no le tomó mucha importancia, incluso agradecía tener un poco de paz en su propio mundo, sin embargo, al tercer día, el pequeño se comenzó a inquietar.

Dejó su cama y bajó con cuidado por la escalera, luego de pedir permiso a sus padres para salir, Kenma emprendió rumbo a casa de Kuroo. Tocó la puerta para avisar su llegada pero nadie respondía, giró la perilla para comprobar si estaba abierto y así era. Lo primero que divisó al entrar fue el desorden de la sala y un pequeño plato de onigiris con una nota encima; era el almuerzo de Kuroo.

Dudoso en si continuar o no, Kenma se dirigió a la habitación de su amigo, abrió la puerta y ahí estaba. Parecía que aquel alegre chico se había ido; Kuroo se encontraba bajo las cobijas, sollozando. Era casi irreal verlo de esa forma pero no se le podía culpar. Hace unos días, sus padres se habían peleado y desde ahí que no se dirigían la palabra, teniendo a su hijo con la preocupación latente de alguna separación.

Kenma no sabía muy bien qué hacer, siempre era el mayor quien lo animaba y no al revés, pero tenía que hacer algo. Miró por la habitación hasta reparar en el balón de volley. Sin pensarlo mucho, lo tomó y fue donde Kuroo. Levantó las cobijas que cubrían a su amigo al llegar a su lado, y con suave voz, le habló. –Vamos, Kuro –le miró con cariño, mientras su mano libre le limpiaba las pequeñas lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

–Vamos a practicar.

Haikyuu. Drabbles y OSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora