Cap 2 a buscar a la tia Mame

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A mí me pareció que estaban organizando demasiado revuelo si no se trataba de dinero auténtico. Luego Norah entró en el dormitorio y me pidió que saliera a estrechar la mano del señor Gilbert y del otro
caballero como un hombrecito.
Lo hice El señor Gilbert dijo que me estaba portando como un auténtico soldado y el señor Babcock, el fideicomisario, afirmó que tenía un hijo en Scarsdale justo de mi edad y esperaba que fuésemos buenos amigos. El señor Gilbert descolgó el teléfono y preguntó si podían enviarnos un notario público. Firmé dos hojas de papel. El notario murmuró alguna cosa y luego las selló. El señor Gilbert aseguró que ya estaba y que tenía que marcharse si quería llegar a Winnetka. El señor Babcock nos informó de que se alojaba en el Club Universitario y de que, si Norah quería alguna cosa, podría localizarlo allí. V olvieron a estrecharme la mano y el señor Gilbert repitió que yo era un auténtico soldado. Luego cogieron sus sombreros de paja y se marcharon.
 En cuanto nos dejaron solos, Norah afirmó que había sido un cielo y preguntó si me apetecería ir al Salón Naval a cenar y luego tal vez a ver una película sonora Vitaphone. Ése fue el fin de mi padre. No había mucho equipaje que hacer. Nuestra suite constaba de un gran salón y tres dormitorios, todos amueblados por el Hotel Edgewater Beach.
Los únicos bibelots que poseía mi padre eran dos cepillos de plata para el pelo y dos fotografías. —Tu padre vivía como un árabe — dijo Norah. Me había acostumbrado tanto a las dos fotografías que nunca les presté atención. Una era de mi madre, que murió al nacer yo. La otra mostraba a una mujer de ojos centelleantes con un chal español y una enorme rosa detrás de la oreja—. Parece una auténtica italiana —afirmó Norah. Era mi tía Mame. Norah y el señor Babcock revisaron las pertenencias personales de mi padre. Él se llevó todos los papeles, el reloj de  oro de mi padre y los gemelos de perlas y las joyas de mi madre para guardarlos hasta que yo fuese lo bastante mayor para «poder apreciarlos». El camarero del servicio de habitaciones se quedó con los trajes de mi padre. Sus palos de golf, mis juguetes y mis libros los enviaron a una institución benéfica. Luego Norah sacó los retratos de mi madre y de la tía Mame de sus marcos y los recortó para que me cupieran en el bolsillo trasero del pantalón. —Así llevarás los rostros de tus allegados cerca del corazón —explicó. Todo quedó arreglado.
 Norah compró un traje fino de luto para mí en Carson, Pirie, Scott's y un despampanante sombrero para ella. El señor Gilbert y la compañía fiduciaria hicieron todas las gestiones necesarias para nuestro viaje a Nueva York. El 13 de junio estuvimos listos para irnos. Recuerdo el día que partimos de Chicago porque nunca me habían permitido quedarme despierto hasta tan tarde. Los empleados del hotel hicieron una colecta y le regalaron a Norah una maleta de piel de cocodrilo, un rosario de malaquita y un gran ramo de rosas «American Beauty». A mí me regalaron un libro titulado Héroes de la Biblia que todo niño debería conocer: el Antiguo Testamento. Norah me llevó a despedirme de todos los niños que vivían en el hotel y, a las siete de la tarde, el servicio de habitaciones nos subió la cena, con tres postres diferentes y los saludos del cocinero.
A las nueve de la noche, Norah volvió a pedirme que me lavara las manos y la cara, cepilló mi flamante traje de luto, me enganchó una medallita de san Cristóbal en la ropa interior, lloró, se puso su sombrero nuevo, lloró, recogió las rosas, realizó una última y breve inspección de la suite, lloró y ocupó su asiento en el autobús del hotel.
                                              * * *
 Era fácil darse cuenta de que Norah estaba tan poco habituada a viajar en tren en primera clase como yo. Estaba nerviosa en el compartimento y soltó un gritito cuando abrí el grifo del lavabo. Leyó en voz alta todas las advertencias, me advirtió de que no me acercara al ventilador eléctrico y de que no tirara de la cadena del inodoro hasta que el tren estuviese en marcha. Luego se corrigió y me pidió que sencillamente no lo usara…, vete a saber quién había estado allí antes. Tuvimos una pequeña discusión acerca de quién dormiría en la litera de arriba. Yo quería hacerlo, pero Norah fue inflexible. Me alegré cuando estuvo a punto de caerse al subir, pero ella afirmó que prefería morir en el intento a pedir una escalera y que aquel negro la viera en camisón. A las diez, el tren se puso en movimiento y yo me tumbé en mi litera a ver pasar por la ventana las luces del South Side. Antes de que llegásemos a la estación de Englewood me quedé dormido, y eso fue lo último que vi de Chicago. Fue emocionante desayunar mientras el gran tren New York Central atravesaba los campos a toda velocidad.

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