teatral que la tía Mame considerara adecuada, estimulante o iluminadora para un niño de diez años. Lo que incluía un espectro francamente amplio. En realidad, la tía Mame y yo tardamos muy poco tiempo en aprender a querernos. Era de esperar que me atrajera su sorprendente personalidad, que antes había seducido a otros miles. Al fin y al cabo, tenía un encanto caótico pero innegable y era mi única familia. Pero que quisiera ocuparse de un niño de diez años totalmente insignificante y carente de interés no dejaba de sorprenderme, complacerme y extrañarme. Sin embargo, así era, y
siempre he pensado que, a pesar de toda su popularidad, sus intereses, sus constantes idas y venidas, es probable que también se sintiera un poco sola. Sus detractores han dicho que yo fui simplemente un nuevo pedazo de arcilla al que dio forma, estiró, moldeó y aporreó a su antojo, y es cierto que la tía Mame nunca resistía la tentación de meterse en la vida de los demás. Aun así, tenía un acendrado e inquebrantable sentido de la confianza. Ambos lo vivimos como una forma de amor, y fue una experiencia única. No obstante, no tardó en cernerse sobre nuestro idilio una nube
tormentosa, en la forma de mi fideicomisario. La tía Mame y yo estábamos teniendo una de nuestras pequeñas conversaciones matutinas. Ese día se sentía muy maternal y me estaba leyendo unos pasajes de Adiós a las armas, cuando una carta certificada de la Knickerbocker Trust Company perturbó nuestra plácida hora con Hemingway. En la carta, el señor Babcock explicaba que llevaba tiempo queriendo vernos, pero los negocios etcétera, etcétera; además, su familia y él siempre pasaban en Maine la parte más calurosa de etcétera, etcétera; y, nada más volver,
su hijo había sufrido un grave ataque de amigdalitis por lo que el médico etcétera, etcétera; pero ahora las cosas estaban otra vez etcétera, etcétera; y había mucho que discutir sobre Patrick etcétera, etcétera; y sería buena idea que la señorita Dennis llevase al joven señor Dennis a Scarsdale para disfrutar de una auténtica y tradicional etcétera, etcétera; que acabara temprano para que los chicos pudieran acostarse pronto etcétera, etcétera; los trenes que salían de la estación de Grand Central, aunque no fuesen los más cómodos, etcétera, etcétera. Y pedía a la tía Mame que le confirmase la fecha.
La tía Mame gimió, me entregó la carta y pidió que le sirvieran un whisky sour. —¡Oh, cariño! — exclamó—, he aquí la llamada del destino. ¡Ese fideicomisario! Lo veo con tanta claridad como te veo a ti: un abominable plan para controlar y frustrar todos los proyectos que tengo para ti. Yo escribí «controlar» y «frustrar» en mi cuaderno y luego le aseguré que el señor Babcock era, en realidad, un hombrecillo muy amable y tranquilo. —¡Ay, criatura! —aulló—, ésos son los peores, son como ratas. Igual de falsos que el Uriah Heep de Dickens.
Según su costumbre de toda una vida, la tía Mame nos obsequió con un recital de histrionismo que duró casi media hora y luego se serenó y decidió afrontar la situación. Empleando su voz más cultivada, telefoneó al señor Babcock y le dijo que ambos estaríamos encantados de comer con su familia en Scarsdale al día siguiente, y que no se tomase la molestia de ir a esperarnos a la estación, pues iríamos en coche. Estuvo refinadísima. Luego llamó a su mejor amiga, Vera, y le pidió que dejase lo que estuviera haciendo y viniera cuanto antes. Vera, la amiga de la tía Mame, era
una famosa actriz de Pittsburgh que hablaba con tanta elegancia de Mayfair que apenas se entendía una palabra de lo que decía. No le gustaban los niños, y lo mismo podía decirse a la inversa, pero, como la tía Mame había invertido en su nueva obra de teatro, Vera era muy educada conmigo. Llegó envuelta en una nube de pieles de zorro blanco y luego ella y la tía Mame interpretaron otra farsa desesperada. Por fin Vera, que era la más tranquila de las dos, decidió abordar la cuestión. Pidió a Ito que le llevara una botella de brandy y más o menos tomó las riendas del asunto.
—Querida —dijo Vera—, no debes sacar las cosas de quicio. Te estás poniendo histérica. Vamos, bebe un sorbo de esto y cálmate mientras te explico unas cuantas cosas. En primer lugar, no tienes nada que temer. Tienes buena apariencia, educación, inteligencia, cultura, dinero, buena posición..., todo. Lo único que ocurre es que tal vez seas un poco extravagante para Scarsdale. Pero, querida, basta con que te moderes un poco..., temporalmente. Cuando interpreté a lady Esme en Locura de verano... —Locura de verano —chilló la tía Mame—, ¡ésta es mi locura de verano y
lo único que se te ocurre es hablar de tus éxitos! ¿Qué voy a hacer? —Se mordisqueó las uñas doradas. —Lo único que digo, querida — replicó, altiva, Vera—, es que cuando interpreté a lady Esme, Chanel hizo todo mi vestuario y me dijo: «Chérie (siempre me llamaba chérie), la ropa refleja el estado de ánimo, la personalidad..., todo». Y tenía razón. ¿Recuerdas el último acto, cuando bajo por las escaleras justo después de que Cedric se pegue un tiro? Pues bien, yo quería ir de negro, pero Chanel dijo: «Chérie, para algo así hay que vestir de gris. Un día gris, un estado de ánimo gris
y un vestido gris con tal vez un poco de marta cebellina». Querida, jamás olvidaré lo que dijo Brooks Atkinson de ese vestido. Afirmó que elevaba la obra hasta las mismas alturas que Shakespeare. Cualquier discusión sobre ropa siempre atraía la atención de mi tía Mame, que se animó en el acto. —Sí, Vera —dijo lentamente—, tienes razón. Ya te entiendo: me pondré el kimono gris con los bordados escarlatas y tal vez una camelia roja encima de cada... —Mame, querida —repuso Vera con mucho tacto—. No estaba pensando en un vestido japonés para esta... ordalía. Tendrás que ser diferente en Scarsdale..., algo parecido a Jane Cowl. Pensaba más bien en un vestido sencillo. Algo simple y bonito que no sea negro. Ya sabes a lo que me refiero, querida, triste, pero no exactamente de luto, y muy recatado. Eso inspirará confianza al fideicomisario. La tía Mame se quedó dubitativa, pero empezó a interesarse y, a medida que el nivel de la botella de brandy — supuestamente introducida de contrabando de la Île de France— fue disminuyendo, las conmovedoras imágenes de la respetable tía soltera
pintadas por Vera alcanzaron alturas aún más celestiales. La tía Mame sentía debilidad por el teatro, y pronto las dos mujeres empezaron a explorar su vasto armario ropero tan felices como un par de chiquillas. Mientras yo leía en voz alta un libro de poemas de Elinor Wylie llamado Ángeles y criaturas terrenales y me ocupaba de llenarle el vaso a Vera, un viejo negligé de seda se transformó en un vestido sombrío y apropiado, que, junto con el gran sombrero de Vera, un velo y un collar de azabache, proporcionó a la tía Mame el aire de pesadumbre adecuado. Vera también
desenterró un viejo postizo que la tía Mame había llevado un día en el baile de Bellas Artes. Una vez trenzado, se convirtió en una tensa, pero vacilante diadema sobre el peinado de la tía Mame. A eso de las seis en punto, el disfraz estaba completo, luego Vera me fabricó un pequeño brazalete de luto, bebió una última gotita de brandy, y cayó redonda.
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La Tia Mame
AdventureUn niño de diez años queda huérfano en la poco edificante América de mil novecientos veinte y es puesto bajo la potestad de una dama excéntrica, obsesionada por estar à la page, vital, caprichosa, seductora y adorable. Junto a ella, pasará los sigui...