EL EXTRAÑO MUNDO DE LA TIA MAME
—¡Oh, Aleck! ¡Basta ya! ¡Me matas! Se oyó una estruendosa oleada de carcajadas y luego otro chillido. Norah me cogió del brazo y apretó. Dos hombres aparecieron de detrás de un biombo. Uno de ellos tenía barba pelirroja. Entre los dos llevaban a una mujer vestida de negro, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y el pelo arrastrando por el suelo. Norah tragó saliva. —Pobre Edna —dijo uno de los dos hombres. —A mí no me da tanta lástima — respondió el de la barba—. Se lo dije esta misma tarde. Le advertí: «Edna,
estás firmando tu propia sentencia de muerte al beber ese veneno a la hora del almuerzo. A las siete estarás frita». Y ahí la tienes. Norah se santiguó. Se oyó otro grito y otra serie de enloquecidas carcajadas. El japonés diminuto apareció de pronto de detrás del biombo y cruzó corriendo el vestíbulo. Llevaba un enorme cuchillo. Norah gimió. —Santa María, madre de Dios, protégenos —rezó—, sálvanos a este huerfanito y a mí de la muerte o algo peor a manos de estos degolladores chinos.
Empezó a musitar una larga y fervorosa oración de un modo tan incoherente que sólo entendí algunas palabras sueltas como «trata de blancas», «Shanghái» y «asesinato sanguinario». La mujer–hombre y el hombre–mujer volvieron a pasar por el recibidor. —Y , por supuesto, La muerte llama al arzobispo —iba diciendo—. ¿Alguna vez has tenido una sensación tan emocionante? —¡Dios bendito! —exclamó Norah —, ¿es que no hay nada ni nadie que esté a salvo en este antro de perdición? Se oyó otro grito, y la voz histérica
gritó: —¡Aleck, no! ¡Me vas a matar! —Basta —gritó Norah, cogiéndome de la mano y tirando de mí—. Tenemos que salir de este nido de ladrones y asesinos mientras nos quede aliento en el cuerpo. Mejor morir luchando por proteger mi virtud que dejar que los chinos nos vendan como esclavos. Vamos, Paddy, nos enfrentaremos a ellos, y que Dios nos ampare. Y con notable agilidad saltó hacia la puerta arrastrándome tras ella. —Alto, por favor. —Nos quedamos de piedra. Era el japonés diminuto que sonreía de manera absurda y sostenía el
cuchillo en la mano—. ¿La señora no encontrar? —Mire, señor —dijo Norah con la valentía que da la desesperación—, no soy más que una pobre anciana, pero estoy dispuesta a pagar nuestro rescate. Aunque no lo parezca, tengo dinero. Mucho dinero. Cinco mil dólares y todos los ahorrosde una vida. Seguro que nos puede dejar huir al niño y a mí. No hemos hecho nada malo. —¡Oh, no! —respondió con una sonrisa inescrutable—. No bien. Yo traer señora. Ella tener muchas ganas de tener niño en la casa. —¡Qué malvada! —gimió Norah.
La muñeca japonesa reapareció. —Ito —dijo—. Te he estado buscando por todas partes. Ésta es la nueva cocinera y quiero que... —No, señorita Dennis —dijo moviendo el dedo—. No nueva cocinera. Nueva cocinera en la cocina. Éste su niño. —¡Pero no...! —chilló ella—. ¡Entonces usted debe de ser Norah Muldoon! —Sí, señora —suspiró Norah, demasiado exhausta para hablar más que con un hilillo de voz. —Pero ¿por qué no me avisó de que venía hoy? No habría celebrado esta
fiesta. —Señora, le envié un telegrama... —Sí, pero decía usted el primero de julio. Mañana. Hoy es 31 de junio. Norah movió aviesamente la cabeza. —No, señora, hoy es día uno. Y maldita sea esa fecha. La voz argentina tronó. —¡Pero eso es ridículo! Todo el mundo sabe lo de «Treinta días tienen septiembre, abril, junio y...», ¡Dios mío! —Se hizo un momento de silencio —. Pero, cariño —dijo con histrionismo —, ¡soy tu tía Mame! Me rodeó con sus brazos, me besó y supe que estaba a salvo.
Una vez en el cavernoso salón de la tía Mame, que recordaba mucho al decorado del club nocturno de Vírgenes modernas, nos alivió ver que estaba lleno de gente con pinta de hombres y mujeres normales. Bueno, tal vez no exactamente de hombres y mujeres normales, pero al menos no había malvados orientales, a excepción de mi tía Mame, que había dejado de ser española y había empezado a ser japonesa. Había gente sentada en unos divanes japoneses, otros estaban en la terraza, y unos cuantos miraban por la enorme ventana en dirección al sucio río. Todos
estaban hablando y bebiendo. Mi tía Mame me besó varias veces y me presentó a un montón de desconocidos, a un tal señor Benchley, que era muy simpático; a un tal señor Woollcott, que no lo era; a una tal señorita Charles, y a muchos más. No hacía más que decir: —Es el hijo de mi hermano, y ahora va a ser mi niño pequeño. La tía Mame me dijo que pululara un poco por ahí y luego me fuese a la cama. Aseguró que lamentaba muchísimo haber cometido aquel error tan estúpido con la fecha y tener que ir a cenar en el Aquarium con un montón de gente. Me
pareció un sitio muy raro para comer, pero para ser educado le pregunté si iban a cenar pescado y todo el mundo se desternilló de risa. Me explicó que era sólo un garito clandestino que había en la Cincuenta y yo fingí entenderla. Norah me cogió de la mano y estuvimos pululando un poco por ahí, aunque no entablé conversación con nadie. Todos empleaban palabras muy raras como batik, Freud, complejo de inferioridad y abstracción. Una señora pelirroja aseguró que pasaba una hora al día en el sofá con su médico, que le cobraba veinticinco dólares por visita.
Norah me llevó a otra parte de la sala. El diminuto japonés le ofreció a Norah una copa y le dijo que acababan de desembarcarlo. Norah respondió que no estaba acostumbrada a los espirituosos, aunque a mí siempre me contaba que veía fantasmas y espectros, pero que, en esta ocasión, tomaría una gotita. De pronto, pareció mucho más alegre. Y , al poco tiempo, le pidió a Ito que le sirviera otro sorbito. Enseguida la gente empezó a marcharse. Un grupo de personas dijeron que iban a ver la vieja Texas esa noche y que tenían que llegar pronto, si querían que los dejasen entrar. Yo
siempre había pensado que Texas estaba muy lejos de Nueva York. Varias personas se entretuvieron en el vestíbulo hablando de cosas que yo no entendía, como «Lisístrata», «netsuke» y «lapislázuli» y de un tal Karl Marx, que yo pensé que debía de tener algo que ver con Groucho, Harpo, Chico y Zeppo. Luego la tía Mame llegó con un vestido de fiesta amarillo como el que llevaba Bessie Love en Melodías de Broadway. Era muy corto por delante y muy largo por detrás y ella ya no parecía japonesa. —Buenas noches, cariño —dijo dándome un beso—. Mañana
hablaremos largo y tendido..., pero que no sea demasiado temprano. La puerta se cerró a sus espaldas y el apartamento quedó sumido en el silencio. El mayordomo japonés me cogió de la mano. —Tú hambre. Tú cenar ahora —dijo amablemente—. ¿Querer ir al baño antes, niño pequeño? Me recorrió un escalofrío al percatarme de la cruda realidad. —Ya..., ya he ido — gimoteé mirando consternado la mancha oscura que se extendía por mi nuevo traje fino de luto.
II. LA TÍA MAME Y LA HORA DE LOS NIÑOS
El artículo del Reader's Digest prosigue contando cómo la solterona de Nueva Inglaterra, nada acostumbrada a los niños, acaba queriendo mucho al expósito que han abandonado ante su puerta. Y , más que quererlo, se obsesiona por el cuidado de los niños, la psicología infantil y esas cosas. Cuando llega el momento de enviarlo a la escuela, la señorita inolvidable tiene serias diferencias con la junta educativa del pueblo y sus
métodos. Los maestros presionan al chico por no asistir a clase, pero la encantadora solterona resiste y ella sola consigue que se realicen profundas reformas en el sistema escolar. En fin, no me impresiona mucho. Mi tía Mame también tenía ideas muy originales sobre psicología y educación. Al pensar en lo alocada y deslumbrante que era mi tía Mame en 1929, veo que debió de asustarse de tener que criar a un niño de diez años totalmente desconocido tanto como yo al entrar por primera vez, temeroso y boquiabierto, en el esplendor oriental de su apartamento de Beekman Place. Pero
mi tía Mame no era de las que se rinden fácilmente. Mi tía tenía el espíritu animoso de una exploradora de garitos clandestinos. Y , aunque sus ideas sobre la educación infantil tal vez pudieran considerarse un poco heterodoxas — igual, todo sea dicho, que sus ideas sobre cualquier otra cosa—, el sistema exclusivo de mi tía Mame funcionó bastante bien a su despreocupada manera. Nuestra primera conversación tuvo lugar en el gigantesco dormitorio de la tía Mame, a la una de la tarde de mi segundo día en Nueva York. Me sentía ignorado, no querido, no deseado y
terriblemente solo mientras deambulaba abatido por el enorme dúplex con Norah como única compañía. Ito, el pequeño mayordomo japonés, me sirvió un buen almuerzo y se rió mucho, pero no dijo nada. A la una en punto, yo estaba deseando leer Héroes de la Biblia que todo niño debería conocer: el Antiguo Testamento cuando Ito entró en mi habitación y dijo: —Ver señora ahora. La tía Mame me recibió en su dormitorio del segundo piso. Era una habitación enorme con las paredes pintadas de negro, una alfombra blanca y el techo dorado. Los únicos muebles
eran una gigantesca cama dorada sobre una tarima y una mesilla de noche. Una habitación así habría deprimido a cualquiera, pero no a mi tía Mame. Era tan alegre como un pájaro. De hecho lo parecía con su batín de plumas rosas de avestruz. La encontré leyendo Les Faux Monnayeurs y fumando cigarrillos Melachrino[1] con una larga boquilla de ámbar. —Buenos días, amor — canturreó—. Acércate y dale un beso a tu tía Mame, pero con dulzura, cariño, que la tita está de malas pulgas. —La besé con toda la delicadeza que pude—. Muy tierno, cariño, algún día harás muy feliz a
alguna mujer afortunada. Ahora siéntate en la cama de la tía Mame, pero hazlo despacio, cariño, y tendremos una pequeña charla matutina. Así empezaremos a conocernos. —Pronto descubrí que para mi tía Mame «por la mañana» significaba la una de la tarde. «Por la mañana temprano» eran las once, y «en plena noche» las nueve.
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La Tia Mame
AdventureUn niño de diez años queda huérfano en la poco edificante América de mil novecientos veinte y es puesto bajo la potestad de una dama excéntrica, obsesionada por estar à la page, vital, caprichosa, seductora y adorable. Junto a ella, pasará los sigui...