Todavía era de día y hacía mucho, mucho calor. No sé qué idea me habría formado de Nueva York, pero lo cierto es que me decepcionó. Era igualito que Chicago. Había un atasco terrible en Park Avenue y Norah se indignó al ver que el taxímetro avanzaba cinco centavos a pesar de que el coche estaba quieto. La Tercera Avenida, a pesar de los nombres irlandeses de las tiendas, la intranquilizó; y la Segunda todavía más. —¿Se puede saber adónde se piensa usted que nos lleva, buen hombre? —le chilló al chófer. —Adonde usted me dijo antes: al número 3 de Beekman Place. —Dios mío, si esto es casi peor que los barrios bajos de Dublín —se quejó. Sin embargo, cuando el taxi entró en Beekman Place, pareció experimentar cierto alivio—. Es bonito —concedió con un leve deje paternalista. El taxi se detuvo delante de un enorme edificio
que parecía exactamente igual a los de Lake Shore Drive, Sheridan Road o Astor Street en Chicago—. Ni la mitad de imponente que el Hotel Edgewater Beach —comentó desdeñosa Norah por lealtad con el medio Oeste—. Baja, cariño, y ten cuidado no vayas a despeinarte. El portero nos miró con cierto interés y observó fríamente que debíamos subir al sexto piso. —Vamos, Paddy —dijo Norah—, y cuida tus modales con tu tía Mame. Es una señora muy elegante. Una vez en el ascensor, aproveché para echarle un último vistazo al retrato
de mi tía, para recordar mejor su cara. Me pregunté si llevaría puesto el chal español y la rosa detrás de la oreja. La puerta del ascensor se abrió. Salimos. Volvió a cerrarse y nos quedamos solos. —¡Madre de Dios, la antesala del Infierno! —gritó Norah. Estábamos en un vestíbulo pintado de negro. La única luz procedía de los ojos amarillentos de una extraña deidad pagana con dos cabezas y ocho brazos que había sobre un mueble de teca. Justo delante había una puerta de color escarlata. No parecía la típica casa de una señora española. De hecho, no parecía la típica casa de nadie. Aunque tenía ya diez
años, le di la mano a Norah—. Caramba, pero si parece el cuarto de baño de señoras del Teatro Oriental — suspiró Norah. Llamó al timbre con cierta reticencia. La puerta se abrió y Norah soltó un leve grito—: ¡Dios nos proteja, un chino! Un diminuto mayordomo japonés, apenas más alto que yo, sonreía desde el umbral. —¿Qué querer? —preguntó. Con voz humilde y apagada, Norah respondió: —Soy la señorita..., es decir, soy Norah Muldoon y traigo al joven señor Dennis con su tía.
El minúsculo japonés dio un salto hacia atrás como un autómata. —Debe ser error. No querer hoy niño pequeño. —Pero si yo misma envié el telegrama advirtiendo de nuestra llegada, hoy día 1 de julio a las seis de la tarde —dijo Norah con una especie de balido penoso y desesperado. —No importante —respondió el pequeño japonés encogiéndose de hombros con indiferencia oriental— . Niño aquí, casa aquí, señora aquí. Señora ocupada ahora. No importar. Entrar y esperar. Yo ir a buscar. —¿Estás segura? —le susurré a
Norah. Volví a mirar las negras paredes y el ídolo y apreté su mano vieja y áspera. Temblaba más que la mía. —Entrar. Esperar —dijo el japonés con una sonrisa siniestra—. Entrar — repitió. Tanta insistencia ejercía un efecto hipnótico. Nos adentramos con pies de plomo en el recibidor del apartamento. Aunque con un estilo deslumbrante, era incluso más terrorífico que el negro rellanode la entrada. Las paredes estaban pintadas de un intenso color naranja. Una gigantesca linterna japonesa de bronce arrojaba su luz biliosa a través de varias amarillentas ventanas de pergamino.
A cada lado del recibidor había un gran arco tapado con un gran biombo de papel, y detrás de ellos un montón de gente hacía mucho ruido. El japonés nos señaló con un gesto un banco largo y bajo. Era el único mueble de la habitación. —Sentarse —siseó—. Yo traer señora. Sentarse. — Detrás del banco había un enorme tapiz de pergamino. Representaba a un japonés destripándose con una espada de samurai—. Sentarse —repitió el mayordomo con una risita, y desapareció detrás de uno de los biombos.
—¡Qué herejía! —susurró Norah. Las articulaciones le crujieron penosamente al apoyar su peso en el banco—. ¿En qué estaría pensando tu pobre padre? —El estruendo de detrás del biombo creció y se oyó un ruido de cristales rotos. Agarré a Norah con fuerza. Nuestro conocimiento de los tugurios orientales se limitaba estrictamente a lo que habíamos visto en las películas —terribles torturas, vírgenes inocentes drogadas y vendidas para llevar una vida peor que la muerte en el Yang–Tsé, las sanguinarias disputas entre las mafias chinas—, pero
Hollywood había dejado muy claro lo que sucedía cuando Oriente y Occidente se encontraban. — Paddy —gritó Norah de pronto—, nos han traído engañados a un fumadero de opio con intención de matarnos o algo peor. Tenemos que irnos de aquí. Empezó a levantarse y a tirar de mí, y luego volvió a desplomarse en el banco con un gemido de derrota. Una mujer que parecía una muñeca japonesa acababa de entrar en el recibidor. Tenía el pelo muy corto con el flequillo recto sobre las cejas oblicuas; tras ella flotaba una larga túnica de seda dorada y bordada. Llevaba los pies
enfundados en unas diminutas chinelas doradas adornadas con joyas resplandecientes y varios brazaletes de jade y marfil entrechocaban en sus brazos. Tenía las uñas más largas que yo había visto nunca, todas pintadas de un delicado color verde. Una boquilla de bambú casi interminable colgaba lánguidamente de su boca brillante y roja. En cierto sentido, tenía un aire extrañamente familiar. Nos miró a Norah y a mí con una expresión de sorpresa y perplejidad. —¡Oh! —dijo—, el hombre de la Agencia no comentó que fuese a traer usted también un niño. No importa.
Parece un buen chico. Y , si se porta mal, siempre podemos echarlo al río. —Se rió, pero nosotros no lo hicimos—. Imagino que ya sabrá lo que se espera de usted: un poco de esclavitud en la casa, y, por supuesto, los jueves para hacer lo que quiera. —Norah la miró con los ojos como platos y la boca abierta—. Lo cierto es que llega usted un poco tarde —prosiguió la señora oriental—. En realidad contaba con que viniese usted un poco antes para atender a esta muchedumbre. —Hizo un gesto hacia el lugar de donde procedía todo aquel barullo—. Pero no tiene mayor importancia. Si no ha traído su ropa,
creo que podremos conseguirle algo apropiado. —Se dirigió al lugar de donde procedía el ruido—. Espere aquí, le diré a Ito que la lleve a su cuarto. ¡Ito! ¡Ito! —llamó y salió a toda prisa del recibidor. —Madre de Dios, ¿has oído lo que ha dicho? ¡Todas esas palabras tan raras! Es una de esas chinas recién salidas de Sing Sing. ¿Qué vamos a hacer, Paddy? ¿Qué vamos a hacer? Una pareja de aspecto siniestro avanzó hacia el recibidor. El hombre parecía una mujer, y la mujer, de no ser por su falda de tweed, era casi idéntica a Ramón Novarro. El hombre dijo:
—Imagino que sabrá que van a enviar a la pobre Miriam a la costa. La mujer añadió: —En fin, Dios sabe que, si lo que pretenden es matarla profesionalmente, han enviado a esa pobre desgraciada al sitio adecuado. Soltó una risa desagradable y ambos desaparecieron detrás del otro biombo. A Norah se le salieron los ojos de las órbitas y a mí también. El ruido se volvió más escandaloso. De pronto, rasgó el aire un grito desgarrador. Ambos nos sobresaltamos. Una voz de mujer se alzó histéricamente sobre el estruendo.
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La Tia Mame
AdventureUn niño de diez años queda huérfano en la poco edificante América de mil novecientos veinte y es puesto bajo la potestad de una dama excéntrica, obsesionada por estar à la page, vital, caprichosa, seductora y adorable. Junto a ella, pasará los sigui...