. La discusión tomó un cariz que me hizo temer que la elegante farsa de la tía Mame fracasara por completo, cuando de pronto una mirada astuta y furtiva cruzó su rostro. Se oyó un sollozo repentino y la tía Mame se cubrió la cara con las manos y se estremeció convulsivamente. El señor Babcock quedó tan estupefacto que interrumpió el elogio del departamento de matemáticas del colegio Browning. Yo también estaba atónito. La habitación
quedó en silencio, excepto por los sollozos de la tía Mame. El señor Babcock adquirió una lividez casi humana y se pasó un dedo por el cuello cada vez más mustio de la camisa. —Señorita Dennis —balbució—, por favor, ¡ejem!, realmente, ¡ejem!, esto es..., no pretendía... La tía Mame alzó un rostro beatífico que noté que estaba sorprendentemente seco. —¡Oh, señor Babcock! —dijo con voz entrecortada—, ¿cómo puedo disculparme por ser tan obstinada y testaruda? Qué estúpida y caprichosa debo de haberle parecido. —Se secó los
ojos con un pañuelo de un modo que me recordó a Pola Negri en una película muda que había visto hacía poco. Se sorbió delicadamente la nariz—. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo..., una pobre y desdichada mujer, que no sabe nada de educar a un chiquillo, para discutir con usted, que es padre y el fideicomisario del pobre Patrick? Qué odiosa debo de parecerle. Inclinó la cabeza y juntó las puntas de los pies. —Vamos, vamos, señorita Dennis — dijo cordialmente el señor Babcock—, si cree usted que el niño estaría mejor en Dalton...
La tía Mame levantó una mano blanca y sin fuerzas. —No, señor Babcock, estaba equivocada. Ya lo he dicho y me alegro. Estaba equivocada y he sido una tonta. Patrick irá al colegio que usted sugiera. No debe hacerme caso, aunque sé que no podrá perdonar mi imperdonable comportamiento de esta noche... El señor Babcock se volvió de pronto muy expansivo. —Bueno, con las mujeres ya se sabe. Después de todo, Eunice, es decir la señora Babcock, y yo, también tenemos nuestras, ¡ejem!, diferencias. Es natural..., la batalla de los, ¡ejem!,
sexos, ya sabe a lo que me refiero, ¡je, je, je! —La tía Mame esbozó una apropiada sonrisa que mostró sus hoyuelos—. En fin —prosiguió el señor Babcock—, hay muchos buenos colegios en Nueva York, y en realidad no es que uno sea mejor que otro, pero yo sugeriría Buckley. —Señor Babcock, ni una palabra más. Es la elección acertada. Estoy convencida. De acuerdo. ¡Irá a Buckley y vestirá su uniforme con orgullo! —Es sólo una gorra, no un uniforme —respondió con desaprobación el señor Babcock—. Pero es, ¡ejem!, un colegio espléndido. Espléndido. Sólo asisten
chicos de las mejores familias... —Sí —suspiró la tía Mame—, la clase social es muy importante. Y ahora —dijo con una tonta sonrisa—, debemos irnos. —Entonces, ¿extiendo un cheque a nombre del colegio Buckley y usted se encargará de llevar al chico y matricularlo cuando se lo notifiquemos? —Divino —respondió la tía Mame con una sonrisa irresistible—. Vamos, cariño, no debes acostarte tarde. —Se dirigió hacia la puerta y se encasquetó el sombrero negro de Vera hasta el postizo —. Buenas noches, señor Babbitt..., ha sido una velada encantadora..., ¡muy
instructiva! Vamos, Patrick. La puerta del coche se cerró e Ito arrancó el motor con un rugido. — ¿De verdad vas a enviarme a ese... colegio del que hablaba, tía Mame? —No te preocupes, cariño, no te preocupes, la tía Mame tiene un plan. Con un extático suspiro encendió un Melachrino mientras Ito ponía rumbo a Connecticut.
***
Justo después del Día del Trabajo la tía Mame me llevó a Buckley y me matriculó. El señor Babcock se había
ocupado de trasladar mi expediente y dijeron que todo estaba en orden. La tía Mame me compró una gorrita azul, que acabó llevando ella, y me envió a un sitio cerca de Washington Square para que me hicieran un test de inteligencia. Al volver a casa la encontré enfrascada en una conversación con un hombre rubio y apuesto. —Pasa, cariño —gorjeó—, quiero que conozcas a Ralph Devine. La semana que viene empezarás a ir a su escuela. —Pero... ¿qué hay de Buckley? — balbucí. —Discúlpame un segundo, Ralph —
dijo. Me llevó a su lado y me miró solemnemente a los ojos—. Cariño, lo que ha hecho la tía Mame puede parecer un poco, no sé, fullero, pero con el tiempo aprenderás que a veces es mejor no ser demasiado honrado. Tú y yo vamos a gastarle una pequeña broma a tu señor Babbitt, cariño. Ya verás, mientras él cree que estás asistiendo al otro colegio, estarás haciendo cosas divinas y muy avanzadas con Ralph. Será nuestro secreto, cariño, sólo tenemos que saberlo nosotros tres, y el señor Hitchcock, o como se llame, no se enterará de nada, ¿no crees? —Respondí que seguro que no se enteraría—. Ahora
corre arriba a leer alguna cosa mientras hablo con Ralph, dame un besito. Ralph estaba diciendo: «Mame, ¿es que dejas que el niño lea?», cuando salí de la habitación.
***
La semana siguiente, la tía Mame se levantó «en plena noche» y me llevó a dos manzanas de allí a la escuela de Ralph. Ocupaba el último piso de un viejo edificio en la Segunda Avenida. Llegamos un poco tarde —la tía Mame siempre llegaba tarde—, y, a nuestra llegada, la enorme habitación estaba llena de niños desnudos de todas las
edades corriendo y gritando por doquier. Ralph salió a recibirnos tal y como vino al mundo y nos dio un cordial apretón de manos. —¿No te parece encantador? —dijo entusiasmada la tía Mame— . Igual que un Praxíteles. ¡Oh, cariño, estoy segura de que esto te va a encantar! Una mujer bajita, gruesa y rubia, que también iba desnuda, salió corriendo a recibirnos y besó a la tía Mame. Se llamaba Natalie. Ella y Ralph dirigían la escuela. —Ahora ve con Ralph y diviértete, cariño, te veré cuando vuelvas a la hora del té.
La tía Mame se marchó dedicándome un alegre saludo y me quedé solo, convertido en la única persona que llevaba ropa. —Ven aquí y desvístete, ¿quieres? —dijo Natalie—, luego ve con los demás. Siempre me sentí como un pollo desplumado en la escuela de Ralph, aunque resultaba agradable no tener que hacer nada. Era una enorme y austera habitación pintada de blanco, con suelo térmico de linóleo, claraboyas de cristal de roca y tubos de rayos ultravioleta a lo largo del techo. No había sillas ni pupitres, sólo algunas esteras donde
podíamos tumbarnos a dormir siempre que quisiéramos, y, en el centro de la habitación, una gran estructura de color blanco que parecía una pelvis de vaca. Se suponía que debíamos arrastrarnos dentro, alrededor y por encima de ella si nos apetecía, y cada vez que alguno de los niños más pequeños lo hacía, Ralph propinaba una sonora palmada al enorme trasero de Natalie y soltaba una risita: —De vuelta al útero, ¿eh, Nat? Había aseos comunales —lo que corta de raíz las inhibiciones— y toda clase de pasatiempos avanzados. Podíamos dibujar o pintar con los dedos
o hacer cosas con plastilina. Había círculos de conversación guiada, en los que discutíamos nuestros sueños y contábamos por turnos lo que estábamos pensando en ese momento. Si te apetecía ser antisocial, podías serlo. A la hora del almuerzo comíamos zanahorias y coliflor crudas —que siempre me producían gases—, manzanas crudas y leche de cabra. Si dos niños se peleaban, Ralph les hacía sentarse con todos aquellos que estuviesen interesados y discutían el asunto. A mí todo me parecía bastante tonto, pero conseguí un bronceado perfecto. Sin embargo, no pasé el tiempo
suficiente en la escuela de Ralph para averiguar si me hacía bien o mal. Mi carrera allí —y la de Ralph, dicho sea de paso— terminó justo seis semanas después de que empezara. Ralph y Natalie, erróneamente convencidos de que sus jóvenes discípulos trabajaban en la escuela, organizaron por las tardes un período de Juego Constructivo, a fin de que volviésemos a casa alegres y contentos. La idea era que los niños, todos excepto los verdaderamente antisociales, participasen en un gran juego que nos enseñase algo sobre la vida y lo que nos aguardaba más allá de las puertas de la
escuela. En ocasiones, jugábamos a granjeros y cuidábamos las enmarañadas plantas de aguacates que cultivaba Natalie. Otras veces, jugábamos a la lavandería y lavábamos la ropa interior de Ralph, aunque uno de los juegos preferidos de los niños más pequeños se llamaba «Familias de Peces», y nos proporcionaba cierto conocimiento sobre la reproducción en los órdenes inferiores de la escala animal. Era un juego muy sencillo y hacíamos mucho ejercicio. Natalie y todas las niñas se acurrucaban en el suelo y fingían poner huevos de pez, y luego Ralph, seguido de todos los niños,
saltaba por encima con los brazos pegados al cuerpo y moviendo los dedos —«como si nadarais, como si nadarais»— para fertilizar los huevos. Siempre se organizaba un gran revuelo. En mi último día en la escuela de Ralph, habíamos estado jugando a Familias de Peces casi media hora. Natalie y las niñas estaban en el linóleo y Ralph empezaba a dirigir a los chicos entre el banco de peces hembra. —¡Como si nadarais, como si nadarais! ¡Vamos! ¡Esparcid el esperma, esparcid el esperma! No olvidéis a esa mamá pez de ahí, ahí, Patrick, esparce el esperma, esparce el...
Se oyó un sonido atragantado. —¡Dios mío! —balbució una voz familiar. Todos nos volvimos y allí, vestido de pies a cabeza y con el aspecto de un tiburón enfadado estaba el señor Babcock, mi fideicomisario. Con un hábil movimiento me sacó del grupo. —¡Maldita sea! ¡Ve ahora mismo a vestirte! ¡Voy a hablar con esa tía chiflada que tienes, y quiero que estés presente! —Me arrastró hasta los vestuarios—. ¡En cuanto a usted, pervertido —le gritó a Ralph—, le aseguro que volverá a tener noticias mías!
Antes de que pudiera abrocharme los botones, me arrastró escaleras abajo y me llevó a casa de la tía Mame. La suerte quiso que la tía Mame, vestida con uno de sus atuendos más exóticos, estuviese tomando stingers con un distinguido rabino lituano y dos bailarines de reparto de Blackbirds cuando el señor Babcock y yo irrumpimos en el salón. —¡Por Dios —chilló—, tendría que haberlo sabido! ¡Es usted tan apta para criar a un hijo como Jezabel! ¿Qué clase de loca es usted? Con cierto esfuerzo, la tía Mame se puso en pie.—Señor Babbitt, ¿se puede saber a qué viene esto? —dijo con fingida altivez. —Sabe usted muy bien a qué viene. Hace dos semanas llamé a Buckley para preguntar si este mocoso quería acompañarnos al rodeo a mi hijo y a mí, y llevo buscándolo desde entonces en todas las puñeteras escuelas de medio pelo para débiles mentales de Nueva York. Pero hoy, hoy, lo he encontrado en la peor de todas; desnudo como su madre lo trajo al mundo y con ese tipejo pervertido esparciendo el... ¡Oh, Dios, no puedo repetirlo! —La tía Mame avanzó hacia él con dignidad y tomó
aliento profundamente como hacía siempre antes de iniciar sus mejores discursos, pero no tendría que haberse tomado la molestia—. Mañana —chilló el señor Babcock—, de hecho, esta noche, ahora mismo, yo, personalmente, llevaré a este niño a un internado. Tendría que haber imaginado que trataría usted de engañarme así, pero nunca más... Lo matricularé en la Academia de San Bonifacio y ahí se quedará. El único momento en que podrá ponerle sus depravadas manos encima será en Navidades y en verano, y ojalá tuviera modo de impedirlo. Vamos, muchacho.
—Tía Mame —grité y traté de correr hacia ella, pero él me sujetó con fuerza. —Vuelve aquí, pequeño demonio, te voy a llevar a la San Bonifacio y te convertiré en un cristiano temeroso de Dios, aunque tenga que romperte hasta el último hueso del cuerpo. Vamos, salgamos de este... fumadero de opio. Otro tirón y me encontré camino de la Academia de San Bonifacio. Al día siguiente, la policía llevó a cabo una redada en la escuela de Ralph, y los periódicos sensacionalistas, sorprendidos en un momento en que escaseaban los asesinatos a hachazos, no
se mostraron demasiado piadosos con la educación progresista. Imprimieron titulares como «REDADA EN ESCUELA SEXUAL», sobre fotos delicadamente retocadas de Ralph, Natalie y sus alumnos, con artículos de munícipes y clérigos escandalizados que parecían empezar todos con la misma pregunta: «Madres, ¿qué les están enseñando a vuestros hijos?». El día siguiente fue el 29 de octubre de 1929. Los mercados se hundieron y los periódicos encontraron asuntos más interesantes sobre los cuales escribir. Pero para entonces yo ya estaba encarcelado en la Academia de San
Bonifacio y desde allí la voz estridente de mi tía Mame no era más que un susurro en mitad de aquella jungla académica.
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La Tia Mame
AdventureUn niño de diez años queda huérfano en la poco edificante América de mil novecientos veinte y es puesto bajo la potestad de una dama excéntrica, obsesionada por estar à la page, vital, caprichosa, seductora y adorable. Junto a ella, pasará los sigui...