II

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Olmográn le era conocido, más de lo que quiso decirle al caudillo. Pero esos detalles poco podrían interesarle. Marral simplemente hizo el camino de vuelta hasta la enorme carpa, que estaría un buen tiempo ahí montada, en el fértil valle del Magaz, cerca de la sierra Nerega. Dentro se escuchaban el jolgorio y las palmas, a buen seguro que dirigidas a las gemelas. Bien valían una muerte, pero no esa muerte.

Sin entrar, se desvió hasta su tienda, al final del pequeño campamento que habían formado alrededor de la carpa. Con calma apresurada rebuscó dentro de su baúl las herramientas que usaría para matar a su primo. Nervioso y descuidado, casi se clavó una de las garras que sobresalían del paño azulado en el que las envolvía. No eran armas con las que cortar unas manos, y mucho menos con las que acabar con un familiar.

Se llevaría un sable bien afilado, el que llevaba en el cinto cuando coqueteó con la muerte en la guerra del Oga Pantera. De entre las ropas cogió también una blusa al azar para combatir el frío de la noche. Recogió también un petate para guardar unas pocas provisiones (agua, pan y cecina, poco más) y salió sin más ceremonia.

Llegar hasta la cabaña de Olmográn, le llevaría al menos una jornada a buen ritmo, pero tenía prácticamente toda la noche por delante. Hombre de costumbres, el asesino había pasado gran parte del día durmiendo. La noche era siempre más tranquila, salvo por las fiestas del caudillo, no tenía que tratar apenas con nadie y cuando le mandaban un encargo le era más sencillo estar fresco cuando todos los demás dormían. Así llevaba siendo desde hacía años, cuando entrase a servir al Ponzoñero.

Ya marchaba Marral por el valle del Magaz, tan frondoso y lleno de balcones, con huertas y pequeñas poblaciones de granjeros apiñadas en la distancia. Apesadumbrado y rodeado de castaños y robles. Como servidor del caudillo estaba atado a él, a cumplir lo que le había pedido. No era algo tan sencillo negarse como si fuera un simple mercenario al que pagase una buena suma del botín. De ser así habría al menos objetado, hubiera propuesto ir él con una amenaza para el piragüero y volvería con la maldita piragua. Pero ni siquiera podía contradecir. Marral se había atado voluntariamente al servicio del hombre-alacrán, con palabra y sangre.

Por un lado la sangre que no derramó en el Oga Pantera, cuando el Ponzoñero le quitó de encima a dos mujeres-pantera que iban a lancearlo en el suelo. Por otro, la palabra que le dio en ese momento, aún joven y precipitado, aún alegre por conservar la vida. Con júbilo le preguntó su nombre y juró lealtad, tal que así: "Yo Marral, del feral gato, prometo acabar con los enemigos del Ponzoñero, del eredal alacrán, como ha hecho él con los míos." Una palabra así, dada de buena fe, no se deshace porque a uno no le guste lo que le pidan.

Aún ensimismado podía oír el correteo de los pequeños roedores entre los majuelos y escobones, seguramente buscando cobijo de las lechuzas. Los rostros de los muertos que había marcado el Ponzoñero le miraban desde ambos lados del camino. Se asomaban detrás de los robles con muecas de desprecio, flotaban sobre la hierba del suelo y derramaban su sangre, anegando de veneno el fértil valle del Magaz. Tanta sangre no sumaría para un río, pero bien podría ser un arroyo de mandados, de recados sangrientos cumpliendo la voluntad del caudillo. Marral procuraba no olvidar a ninguno de ellos cuando iba de caza, porque un hombre bien puede aprender de todo lo que mata.

Estaba la bruja eremita que llamaban Abuela Ceniza, la primera. Podía verla aún hoy, agarrada y asomando en las copas de los castaños, siseándole y gorgoteando como cuando le atravesó la garganta con las garras. Le hizo un mal augurio al hombre-alacrán: sugirió que su segundo iba a traicionarlo, delante del propio Guijón Alto. El Ponzoñero se rió, la pagó y fue en busca del asesino. Esa misma noche perdería la garganta que usó para deshonrar a un amigo del caudillo. Marral no podía parar de verla y a veces le daba la sensación de que podía escucharla decir unas últimas palabras. Él mismo también dudaba de la honestidad de Guijón Alto.

Luego un rosario de caras durante horas. Caras jóvenes y viejas, embozadas y desnudas, caras que luchaban y caras que aceptaban su destino. A muchas ya no las reconocía, sólo rasgos amputados de la vida. Entre los arbustos, como queriendo morder sus tobillos, acechaba otra de sus favoritas era la de Palo Tente: una cabeza calva pintada de verde serpiente y amarillo chillón, con una sonrisa desafiante y ojos de color extraño. Nunca supieron con certeza si había sido él el que les vendió un té tan especiado como venenoso que mató a dos de sus guerreros y la tercera bailarina favorita (la del Sursur) del Ponzoñero. Por su reacción cuando llegó a matarlo, Marral pensaba que se habían equivocado. Pero Palo Tente asumió con ligereza la visita del asesino a su tienda, primero le ofreció una bebida (que Marral rechazaría) y después le preguntó si no le importaría enfrentarse fuera, a campo abierto. El hombre-gato le rebanó el pescuezo, pesaroso. No estaba seguro de poder batirlo en igualdad de condiciones, y sus obligaciones no eran prestarle batalla, sino matarlo.

Con la diestra saludó a ambos y trató de ignorar al resto de muertos anónimos. Así eran las noches de Marral cuando salía a cazar.

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