III

2 0 0
                                    

A la noche siguiente había llegado hasta la cabaña al pie de la sierra Nerega. Paró para dormir bien llegado el mediodía, cuando ya se le hacía insoportable el calor y la perspectiva de seguir caminando. Aunque ya muchos de los granjeros del valle del Magaz le conocían de vista, disfrutó dando el nombre del caudillo y palpando el terror en las caras de la pareja que le cobijaría. Era eso o dormir con las bestias. Descansado, emprendió de nuevo la marcha al atardecer, saludando de nuevo a la Abuela Ceniza y Palo Tente cada vez que los veía. Se adentró cauteloso por el sotobosque, de coscojas y madroños de olor penetrante, esa fragancia que siempre acompañaba a Olmográn a la que por fin podía ponerle nombre. No tuvo que buscar mucho para encontrar la cabaña.

Y más que cabaña, era más bien un habitáculo de madera basta adosado a un inmenso taller donde el hombre-cabra daba forma a sus piraguas. Tan solitario como él, Marral podía entender los atractivos de un lugar tan aislado de los asentamientos del valle. El objetivo no era estar protegido por el grupo, sino aislarse de él para poder vivir en calma y dedicado al oficio.

La noche era perfecta para matar. Aún la luna resplandecía con una fuerza inmensa en el cielo, esta vez sin ninguna nube que le disputara la luz. Alguien acostumbrado a la oscuridad podía ver casi como durante el día. Noches así le gustaban bien al asesino. Se acercó hasta el taller con calma y respeto, esperando que su primo le oyera llegar. Estaba enfrascado, trabajando ahuecando un enorme tronco que Marral no sabía cómo había ido a parar hasta allí. Incapaz de percibirlo, absorbido por la que sería su próxima piragua, el hombre-cabra no despertó hasta que oyó que lo llamaban.

—Buena noche hace, primo.

—Desde luego. Buena para trabajar.

Sin embargo, el artesano no hizo ademán de dar la vuelta para recibirlo. Seguramente supiera por qué venía Marral. Siguieron así un rato, en silencio. El hombre-gato lo escrutaba desde una distancia de varios palmos, como si no quisiera molestarlo, y el piragüero se mantenía ajeno, centrado en su trabajo. Apenas tensos, nadie diría que era la previa a la muerte de uno de ellos, y quien mirase desde fuera sin saber nada pensaría que sólo era un cliente viendo al artesano trabajar. Pero algo así no podía durar.

Algo aburrido ya, Marral se quitó el cambuj del gato e insistió.

—¿Te parece que nos sentemos a contar historias, primo?

—Estoy ocupado. 

—Bueno, sólo un momento.

Ahora sí paró y se giró. Olmográn era como le habían descrito al Ponzoñero: achaparrado y de pocas palabras, con una cara sencilla y sin adornos. Se acercó hacia su pariente del feral del gato y tomó asiento a su frente a la vez que él. Parecía tranquilo. Marral sacó la pipa del petate e hizo un pequeño fuego con un pedernal. Tras aspirar varias veces para prender la mezcla, pasó la pipa a su primo.

—Se te ve liado. ¿Otro encargo?

—Ésta es para mí.

—¿No tienes ya suficientes piraguas?

—Ésta es diferente.

El silenció volvió a posarse por un momento, sólo interrumpido por las saetas de las cigarras y el quemar de la pipa. Pensativos, se la iban pasando, como sabiendo que no tenían mucho que decir. Empezó el hombre-cabra.

—Una vez una trocalume de los yeyáus me contó una historia...

—¿Cuál?

—Entre los suyos dicen que en las riberas viven dioses extraños, que no tienen nombre ni quieren adoración. Que son los que deciden lo que le pasa a uno cuando muere.

—Estamos un poco lejos del río Alma. 

—Ésa es la mejor parte de la historia. Atienden a todo el que llegue, aún desde la sierra, si descansa en una piragua basta de fresno.

—Entiendo.

Fumaron otro rato más. La mezcla era, cómo no, de la bruja pandalume del Ponzoñero. Su sabor, especiado y aceitoso a la vez, provocaba un efecto difícil de describir: una calma abierta al mundo, capaz de hacer más penetrantes el resto de olores.

—¿Quieres terminarla?

—Sí. No me queda mucho, no hay que elaborarla ni tocarle nada. Sólo un tronco vacío.

Acabaron con la pipa tras otro momento callados, y el propio Marral le indicó con la mano a su primo para que siguiera trabajando con el tronco. El trabajo del piragüero, lento, parecía también una despedida de su oficio, un homenaje tosco que se daba a sí mismo ahora que sentía la muerte tan cerca.

—¿Por qué no recibiste a la comitiva del Ponzoñero?

—Porque no vino él. Si tanto quiere una piragua, que la pida por su boca, ¡ni que fuera el Alto Juez para andarse con enviados!

—No puede ser sólo por eso.

—Bueno, tengo mis razones, pero son mías nada más. Hizo daño a alguien querido.

—Pero tú mismo sabrás que él no es de los que deja pasar esa deshonra.

—Yo tampoco, primo. Pero no soy grande ni hábil con la espada, sólo hago piraguas.

—¿Te queda mucho?

—Ya casi termino.

Olmográn estaba decidido a llevarse su historia con él, de camino hacia los dioses yayúas sin nombre, y Marral no estaba por preguntar más. Desenvainó inquieto el sable y se caló la máscara de gato. Desearía poder hacerlo sin lucirla, pero un familiar al menos se merecía esa deferencia: el mal trago de matar a quien es cognato del feral, quien comparte sangre y ha cenado en innumerables ocasiones bajo tu techo.

—No te culpo por lo que vas a hacer, Marral.

—No tengo otra.

—Por eso.

—¿Estás listo? 

—Sí.

—¿Quieres hacerlo de frente, de espaldas...?

—Hazlo rápido mientras sigo con la piragua. Y luego colócame en ella.

El artesano volvió al trasiego, y por un instante pareció que no pasaba nada. El asesino esperó, indeciso, como si le hiciera falta una señal para cumplir con lo que había venido a hacer.

Entonces lo mató.

Atravesó su espalda conel sable, colándolo entre los huesos hasta llegar al corazón. Derramó tantasangre que tuvo que dejarlo un rato en el suelo, boca arriba con una muecaresignada, esperando que se secara antes de alzarlo a la piragua. Limpió elsable mientras tanto, para luego quitarse la máscara de gato. Y cuando coaguló,sin más ceremonia, levantó el cadáver de su pariente y lo colocó en la piragua.

La MalamalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora