IV

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Ni un solo momento se quedó Marral con el cuerpo inerte de su primo, que tan poco había tenido a la hora de elegirse enemigos. Emprendió el camino de vuelta rápidamente, no queriendo ni pensar en lo que había hecho, pero sintiendo un extraño respeto por el hombre-cabra. En su peregrinación de vuelta, por el fértil valle del Magaz, iba dejando atrás las villas y huertas, dándole la espalda a la luna y percibiendo una nueva cara entre las que le seguían cuando iba a asesinar. Mezclada con el resto de rostros, entre la Abuela Ceniza y Palo Tente, ahora también estaba la mueca de decepción de Olmográn.

De nuevo descansó en la misma choza en la que había dormido el día anterior, aunque esta vez fue más cortés con los dueños, que lo habían recibido con un guiso de judías pintas y cochino. Como ya no tenía nadie a quien matar, durmió las horas justas y marchó cuando aún era de día, deslumbrado por un sol al que no tenía costumbre.

Llegó al campamento cuando ya llevaban todos unas horas durmiendo. Con los ánimos bajos y el pecho oprimido, descartó ir a su tienda a descansar. Más bien enfiló, con pasos callados, el mismo camino que había hecho para hablar con el caudillo, buscando un lugar cerca de la ribera para sentarse a fumar lo poco que le quedara de la mezcla de hierbas. Sólo los chillidos de una lechuza lejana y los grillos eran capaces de romper el silencio de la noche.

Sentado ahora con las piernas cruzadas, aspirando el humo y llenándose de los olores de la ribera, Marral empezaba a darse cuenta de que la opresión en el pecho era algo que quería salir. No sólo era haber matado a su primo lo que le disgustaba, sino depender durante tanto tiempo de los caprichos de un cacique que se sentía ultrajado con tanta facilidad como para regar de sangre todo el Bal Bartán. Su máscara familiar había dejado de ser la del feral gato para convertirse en un cambuj de sumisión, que mezclaba su respeto por las vedas del pueblo arma y sus obligaciones hacia el Ponzoñero, un grillete de cobre. ¿Y cuánto tiempo más podría estar así, viviendo con las garras embutidas y el sable en el cinto, peregrinando como un trocalume de lugar en lugar y matando a todo el que dijera que no al caudillo? ¿Qué pensarían sus máscaras mayores de la servidumbre al mediarma sanguinolento?

Acalorado, porque la noche se hacía cada vez más asfixiante, se quitó la blusa y la colocó a su espalda, aprovechando para ahora tumbarse sobre ella.

La MalamalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora