Sin duda la bruja pandalume tendría planes para la Malamala que sólo ella conocía. Pero uno no ha de subestimar el poder de las cosas, ni ha de olvidar por qué se les da nombre.
Por supuesto, había una forma de librarse de las vedas y las obligaciones, una treta nada mágica que había acompañado a los hombres desesperados en lo largo del tiempo y que poco tenía que ver con la intervención de máscaras de extraño poder. Y si algo hizo la Malamala al embutírsela el hombre-gato, fue recordárselo.
Uno no le debe ni palabra ni obra a los muertos.
Taulata, que se creía tan lista, sólo tuvo un uso para tanta inteligencia: ser la última. Oyó al asesino llegar en medio de la noche y sintió que algo no iba bien, así que corrió a refugiarse en la espesura. No oyó los gritos del campamento, ni mucho menos vio cómo el hombre-gato, pálido y calado con una cara sonriente de madera oscura, abría en canal al Ponzoñero en su cama, como a un cochino en la matanza. Una muerte lamentable para el cacique barrigudo, incapaz siquiera de tomar las armas para defenderse.
Nadie se salvó. Quien no fue atravesado por las garras fue rebanado por el sable Hombres poderosos encontraban que no tenían ni voluntad para defenderse, que no había forma de parar a la Malamala cuando se sumía en la orgía de sangre y muerte con la que llevaba siglos soñando, posada en las manos de su guardián. Bailarinas gemelas y no gemelas, porteadores de mirada cansada...quien no vio cómo su vida se evaporaba apuñalado en la cama, murió de pie. Decapitados, desangrados y esparcidos.
Guijón Alto fue el penúltimo, maestro de la lucha con el látigo barbado de los de su eredal. Desvió el sable de Marral hasta dos veces, y en su cabeza pudo llegar a fantasear con la supervivencia al herirlo con una de las puntas envenenadas. Un tajo en la pierna derecha lo obligó a arrodillarse y ya no sintió más dolor.
Taulata corría entre los álamos, como perseguida por el Gochora. Se hizo daño en las piernas más de una vez con los arbustillos del camino, y también cayó y tuvo que levantarse en más de una ocasión. Boqueaba, asfixiada, sin mirar nunca a atrás. Sólo cuando llegó a la ribera y paró para respirar pudo darse cuenta de que no tenía nada que hacer. A su frente, la terrible sonrisa de la Malamala.
Desafiante, porque no era mujer acostumbrada a suplicar, encaró a la máscara que había engullido al hombre-gato. Murió como los demás y su sangre se derramó sobre el Río Alma.
La Malamala cumplía lo que prometía: ni una sola obligación más.

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La Malamala
FantasyRelato para una antología basada en la novela 'Máscaras de Matar', de León Arsenal.