El hombre al que llamaban el Ponzoñero no se había calado aún la máscara de alacrán que lucía con tanto orgullo. Un cambuj que él mismo había fabricado, tallando la madera de un tronco de boj donde se clavó la última flecha que le lanzaron en la guerra del Oga Pantera. Disfrutó mucho el Ponzoñero masacrando patacones con sus caras gigantes de barro cocido y caralocas salvajes sin el más mínimo sentido de cómo se hacía la guerra. Los ensartaba entre las costillas con el filo untado y ponzoñoso que le había dado la fama, que los hacía morir entre temblores, lanzando espumarajos por la boca. Disfrutó menos aplastando mediarmas como él, con la maza que portaba en su siniestra, que tarde descubrían que era realmente su mano buena. Gentes que incluso habían compartido techo con él, en el lado equivocado de sus intereses.
Pero la máscara descansaba a su zurda, en el suelo lleno de hojas, mientras sentado de piernas cruzadas fumaba de la pipa tratando de calmarse. No era aún momento para lucirla. Aburrido, ahíto de adulación y aún enrabietado, había salido de la carpa a mirar el cielo estrellado y apurar la mezcla de hierbas que preparó su bruja pandalume. Las nubes en lo alto no permitían ver mucho, pero sí dejaban pasar el fulgor de una luna que no conseguían tapar del todo. Un viento fresco y húmedo recorría la ribera y se llevaba el humo de la pipa poco a poco. Con el relativo silencio más allá de la carpa podía escuchar las voces que acompañaban al sinuoso Río Alma. De cuando en cuando un chapoteo, un pequeño roedor correteando aquí y allá, el ulular de los búhos y lechuzas que pretendían cazarlos... El Ponzoñero había vivido y matado tanto porque prestaba atención y escuchaba bien, porque nunca dejaba de esperar un sonido inusual que le anunciara que alguien venía a matarle.
Pero nada sonaba.
Fumaba furioso, a veces con tanta prisa que tosía. Confiaba en el efecto del preparado de hierbas, pero sabía que tardaría un tiempo. Hasta entonces seguiría fumando o acabaría por abrirle la cabeza a uno de sus propios porteadores, hombres tristes cargados de malas noticias. Porque pocas cosas llevaba tan mal el caudillo mediarma como que insultaran a su honra.
El hombre con la poca visión para hacerlo se llamaba Olmográn. Era un arma del feral de la cabra, y de él decían que era achaparrado, callado y diligente. Nunca lo había conocido, y no por no intentarlo. Entre los suyos lo tenían en gran estima como artesano, como piragüero de gran oficio. Cualquiera que fuera alguien en los Seis Dedos podía afanarse de contar con una de sus piraguas. Decían que el Alto Juez arma había recibido una como regalo, con un cabecero que imitaba la boca fiera de un león. Decían, también, que trabajaba sólo para las altacopas por encargo, que eran ellas las que decidían a quién debían ir sus creaciones. Y otros afirmaban lo contrario: que por una rencilla familiar se negaba a tener nada que ver con las misteriosas mujeres de Escarpa Umea y que sólo comerciaba con quien probaba no tener nada que ver.
En el fondo todas esas habladurías no significaban nada para el mediarma. Dijeran lo que dijeran, fuera o no verdad, ahora podrían añadir una historia en la que él era el protagonista: Olmográn le había rechazado, humillándolo en el proceso.
¿Quién podría conocer las razones cuando su única respuesta fue una negativa, un meneo de su cara tapada por una máscara de cabra? El Ponzoñero le había mandado una pequeña comitiva para agasajarlo, aún demasiado grande para quien era realmente el piragüero. Encabezaba su segundo, Guijón Alto, también del eredal alacrán y uno de los hombres más fríos y diplomáticos que había conocido. Hombre capaz de calmar a un manamaraga con palabras, gracias a él había resuelto más conflictos con la palabra que con la espada, incluso con algunos norteños. También le seguían varios porteadores cargando dos baúles repletos de alhajas y piedras valiosas, botines inmensos de asaltar y proteger caravanas. Y para el disfrute de Olmográn, dos bailarinas gemelas de procedencia incierta (sus favoritas) con la indicación de "bailar lo que quiera bailar".
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La Malamala
FantasyRelato para una antología basada en la novela 'Máscaras de Matar', de León Arsenal.