VI

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Pasaron los meses y Marral tuvo que seguir matando. No desplazaron el campamento de lugar, porque el Ponzoñero había descubierto que era lucrativo también ofrecer protección a los granjeros del Magaz y los viajeros que estaban de paso. El hombre-alacrán se fue hinchando, cada vez más gordo y cada vez más iracundo, encontrando transgresiones allá donde nadie más vería nada. El propio clima del valle parecía haber reaccionado con miedo, y el cambio de estación trajo más lluvias de las habituales, enfangando las cosechas.

A las puertas del templo, una abertura decorada con imágenes toscas de peces barbados, el asesino trataba de recordar cómo había llegado hasta aquí. Días recorriendo las montañas y alimentándose de la cecina durísima que cargaba en el petate, creyendo y no creyendo la historia de la bruja pandalume. ¿Cómo llegaba un hombre a perseguir cuentos así? El arroyo de sangre ya no era tal, y parecía que tarde o temprano acabaría devorando al propio Río Alma. Con tantos años de muerte a sus espaldas no le resultaba especialmente molesto, pero hasta él era capaz de darse cuenta de que una cadena tan grande de ejecuciones, tan arbitrarias, no le iba a traer nada bueno el grupo del Ponzoñero. Entre las sabinas de la cumbre, abatidas por el viento, las caras que lo vigilaban casi se habían multiplicado por dos, con gran presencia de un Olmográn decepcionado, más lleno de pena que de rencor.

Al final no le había quedado más remedio que hacer caso a la maldita bruja. "Ni se te ocurra calártela hasta que vuelvas a verme", le dijo como colofón. Volvió a darle indicaciones y salió del campamento de nuevo de noche, sin despedirse de nadie. Luchó con las lluvias y el frío de la montaña, con las piedrecitas que se despeñaban de cuando en cuando durante el ascenso. Pero no fue ni mucho menos difícil, porque hasta un camino encontró tapado por una coalición de enebros y coscojas. Si nadie había encontrado a la Malamala antes que él, probablemente se debiera a que no la buscaran, y no a que estuviera localizada en un lugar remoto e inaccesible.

Así que entró al templete que la guardaba, aún preguntándose qué peces eran los representados. Aunque no debería ver nada dentro de la roca, había cierta claridad en el lugar, que no se alimentaba ni de lámparas de aceite ni antorchas. Marral tampoco iba a quedarse a admirar la arquitectura ni las innumerables esculturas que mostraban al mismo pescado de la entrada. Poco tuvo que avanzar, en línea recta, para encontrar una pequeña estancia que mostraba al ídolo acuático en todo su esplendor, cargado de bigotes, sosteniendo con unas manos humanas y extrañas la máscara. Un siluro, sin duda.

Era todo demasiado fácil.

Ni guardias, ni criaturas encantadas, ni advertencias. Sólo el pez de río mirándole fijamente, las manos y la Malamala. Aunque estaba ahora más dentro de la roca, podía seguir viendo sin dificultad. Intentando no pensar en ello Marral se aproximó hasta las manos y miró a la cara de la Malamala.

Nada más que una simple máscara de madera oscura, con una sonrisa dorada pintarrajeada casi como lo hubiera hecho un niño. No podía intuírsele poder ni voluntad al clavarle la mirada, y más bien parecía una broma macabra de la bruja. Pero Taulata no era tonta y si quería ayudarle a buscarla era porque tendría sus planes, no para reírse de él.

Sin ceremonias, la arrancó de la protección del siluro y la sostuvo en sus manos. Era ligera, de tacto rugoso y cálido. El asesino dedicó una última mirada al ídolo fluvial, al que no parecía importarle que le arrebataran la Malamala. Todo era demasiado normal, y a la vuelta nada le sorprendió: ni vigías murmurando lenguas olvidadas, ni trampas en el triste templo abandonado... Sólo esa claridad extraña que entraba por la abertura en la roca y nada más.

Afuera hacía aún más frío que cuando entró y comenzaba a chaparrear. El asesino se puso en camino, extrañamente aliviado.

La MalamalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora