La historia que nos hizo felices

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Verano de 1979

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Verano de 1979

Esa época del año era mi favorita: por las mañanas, el sol se levantaba sobre nosotros con un brillo tan intenso que pasaba el tiempo con los ojos entrecerrados y la frente empapada; por las tardes, el frío viento y la llovizna dejaban un ambiente húmedo que hacía que la ropa se me pegara al cuerpo y que mis manos se pusieran pegajosas. Santiago decía que era asqueroso, yo sigo creyendo que esa era una de las mejores sensaciones del mundo.

Santa Bárbara —el lugar donde crecí—, era conocido por organizar tantas fiestas que creía imposible aprenderme las fechas de cada una de ellas, aunque eso dejó de importarme cuando la celebración de la cosecha se volvió mi favorita. En ella, los granjeros y campesinos adornaban los postes de la calle principal con guirnaldas de colores, se vestían con prendas coloridas y ofrecían una gran fiesta en honor a San Santiago, para que protegiera sus cultivos de las fuertes lluvias de agosto.

Ese verano me la pasé ayudando en casa para que mamá me permitiera ir solo a la feria. «Tienes trece, ¿por qué la urgencia de crecer?», preguntaba cada vez que le recitaba mi argumento mal fundamentado que decía que esa era una buena edad para explorar sin su compañía. Después de insistirle, logré que cediera a mi petición. «Pero te quiero aquí antes de las diez», ordenó. Recuerdo aquel día como uno muy especial: la gran rueda de la fortuna se inauguraría y Santiago —mi mejor amigo—, había prometido subirse conmigo las veces que quisiera. ¿Existía algo más importante para un niño que salir a divertirse con sus amigos? A mi edad, sigo creyendo que la respuesta es no.

Me levanté temprano y ayudé a mi madre con todas las tareas del hogar, incluso me ofrecí a preparar la comida mientras Nicolás arreglaba mi bicicleta, Regi —como llamaba a mamá— estaba más que encantada y aprovechó para adelantar algunas cosas del trabajo. Después de comer, me despedí de mis padres, tomé el suéter que siempre dejaba colgado en la entrada y me dirigí a la casa de papá.

El viento soplaba refrescándome y alborotando mi cabello. Pedaleé sonriente, saludando a las personas que me encontraba en el camino. Divisé a lo lejos a mi padre e hice sonar la chicharra que Nicolás había instalado en la bicicleta. Papá alzó la vista de su libro y se levantó de su mecedora para ir a mi encuentro.

—¡Muchacho! —gritó, abriendo sus brazos para recibirme con un fuerte abrazo—. ¡Pero mira nada más qué grande estás! ¡Creciste como quince centímetros!

—¡Papá! —reí y dejé que jugueteara con mi cabello—. Han pasado dos semanas desde que nos vimos, no pude crecer tanto.

—¿Qué dices? Yo te veo más alto.

Leonardo Castro era así; viajaba mucho por trabajo, a veces se ausentaba unos días, en otras ocasiones un par de meses, pero siempre que regresaba decía lo mismo: «Mira cuánto has crecido. Estoy seguro de que serás más alto que yo cuando tengas mi edad». Nunca me quejaba; me encantaba que papá me llenara de mimos y halagos. Ponerme al día con él era una experiencia maravillosa; podíamos pasarnos horas hablando de los lugares que visitó mientras escuchábamos los vinilos que había conseguido. Debo admitir que lo que más me emocionaba de volver a verlo eran los recuerdos que traía consigo. Mi regalo favorito de ese año fue una libreta de pastas verdes con mi nombre grabado en grandes letras doradas.

Entre mis líneas || Actualizaciones lentasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora