La historia que te oculté

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Verano de 1981

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Verano de 1981

Cada dos semanas, durante los últimos dos años, me había pasado visitando la casa de mi padre, aunque él estuviera de viaje. ¿La razón? Era el único miembro de la familia con un teléfono cercano y funcionando. Mi madre estaba preocupada porque esas llamadas aumentaban durante las vacaciones y se extendían por horas, así que decidió mandarme a un campamento de verano, lejos de ese aparato.

—Eso suena genial, nunca he ido de campamento —dijo del otro lado de la línea, sin emoción alguna en su tono a pesar de sus palabras—. Espero que te diviertas.

Fue lo último que escuché de Lucian antes de que finalizara la llamada. Siendo sincero, esperaba algo como «te voy a extrañar» o «estaré esperando a que regreses para seguir hablando contigo», pero no me sentía del todo decepcionado. Las últimas llamadas con Lucian se limitaban a unas cuantas palabras contándome lo que había hecho en esos días, siempre cortas y a susurros para que su padre no lo descubriera.

No importa, algo es mejor que nada, me repetía antes de poner el teléfono en su lugar. Santiago, como cada que lo necesitaba, le pidió a sus padres que lo dejaran acompañarme, y ellos accedieron encantados.

—No te lo tomes a mal, cariño, claro que vamos a aprovechar para librarnos de ti un par de semanas —dijo su madre, cuando Santi le reprochó la felicidad con la que había aceptado mandarlo lejos.

El campamento se encontraba a unas horas de Santa Barbara, en el bosque de las Almas Perdidas. Si me lo preguntan, abrir un campamento en un bosque que reporta cientos de desapariciones al año es una idea terrible, pero éramos cerca de cien personas entre niños, jóvenes e instructores, así que nuestros padres no pensaban lo mismo. Nicolás nos hizo el viaje más cómodo llevándonos él mismo en su auto.

El campamento estaba dividido en dos grupos: los niños de diez a catorce y los chicos de quince a diecisiete. En un mes, mi mejor amigo cumpliría la edad límite para entrar conmigo, pero eso no le importó a la organizadora y tuvimos que separarnos. Fue entonces cuando conocí a Julián: un chico con mejillas regordetas, sonrisa encantadora y energía diabólica. No teníamos nada en común, incluso discutimos un par de veces mientras nos asignaban un lugar para dormir. Que nos tocara acampar en la misma cabaña fue un castigo por ser tan ruidosos, pero después de unos de días —y un par de regaños— nos dimos cuenta de que podíamos convivir de una manera más o menos civilizada.

A Julián le gustaba provocarme con travesuras o comentarios sarcásticos que, en más de una ocasión, me hicieron querer estamparle la cara contra lo que tuviera enfrente. Trataba de ignorarlo la mayor parte del tiempo, pero también me divertía devolviéndole las bromas cuando no tenía a algún organizador cerca. Cinco de cada diez de nuestras discusiones terminaban en pequeñas peleas, unas más en serio que otras, que generalmente acababan con alguno de los dos revolcándose en la tierra o con un par de rasguños.

Entre mis líneas || Actualizaciones lentasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora