Una noche tras la barra

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Debo admitir que en primera instancia el hecho de tener que trabajar mientras mis amigos se emborrachaban a mi costa no me pareció la idea más atractiva del mundo, pero vivimos en una sociedad curiosa que nos obliga a trabajar, tarde o temprano, para poder subsistir. Yo había intentado por todos los medios luchar contra este absurdo, era un rebelde, un comunista, lo tuyo es mío y lo mío no lo toques.

Bueno, seamos sinceros, en realidad era un vago, un vago de definición, no me importaba admitirlo, pero me repateaba que me lo restregasen. Había adoptado el lema que reza: "vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos". Creía firmemente en él, pero lo cierto es que mis padres ya se habían hartado de mi holgazanería y los hijos aún quedaban lejos, y más lejos aún el día que pudiese intentar sangrarles algo de pasta. De modo que, mal que me pesase, no me quedó más remedio que buscar un trabajo y, como yo de todos los males siempre procuro elegir el mal menor, decidí meterme a trabajar de camarero en nuestra discoteca habitual de los jueves universitarios, ya que por un lado ahorraría y por el otro podría seguir saliendo de fiesta... aunque eso de estar sobrio y salir de fiesta eran dos conceptos que a mi cerebro le suponía un enorme esfuerzo juntar. Un esfuerzo casi tan grande como convencer a una virgen que te la deje meter por detrás en la primera cita.

Llegué a la discoteca sobre las once y media. Era la primera vez que entraba en ese sitio sin una gota de alcohol en las venas, del mismo modo que era la primera vez que lo veía vacío. La verdad es que sabía que era un sitio pequeño, pero vacío, con las luces encendidas, sin una sola alma en la pista, en silencio y con mis capacidades perceptivas completamente intactas, me pareció un sitio bastante deprimente, vamos, un cuchitril.

El jefe se me acercó, era un hombre pequeño, calvo y con gafas, como no podía ser de otro modo le apodaban Rompetechos. Pasó la mano por mi espalda y me cogió por el hombro. "Llegas tarde, lo sabes, ¿verdad?".- me espetó con tono serio. Intenté buscar una excusa rápida y apropiada mientras me cagaba en todo. Cuando por fin iba a balbucear algo noté como su mano descendía rápidamente hacia donde la espalda pierde su nombre, es decir, el culo, y me daba dos palmaditas, la segunda con apretón incluido, mientras me decía con tono jocoso que no importaba, que el próximo día fuese más puntual.

Había oído ciertos rumores sobre las tendencias del jefe. Mis compañeros ya me habían gastado algunas bromas por el hecho de que me hubiesen aceptado para trabajar allí. Empecé a sospechar que quizá eran algo más que rumores. Después de pensar un instante en lo incómodo de la situación, sacudí mi cabeza y me dije a mí mismo: "¡Qué coño! ¡Mejor! Mientras piense en tenerme a cuatro patas soplándome la nuca me perdonará más cagadas en el trabajo y bien que sé que buena falta me hace".

Me acerqué a la barra, el lugar donde pasaría toda la noche, mis dominios. Allí estaba Clarita, la camarera. Clara era la típica diosa de la noche. La chica que está buena y lo sabe. El tipo de chica a la que le gusta tener a todos los hombres a sus pies, a la que le gusta mostrarse distante y esquiva, la que no muestra un solo ademán de simpatía. El tipo de chica que imaginas en tus fantasías follándotela en el lavabo, sin haber mediado antes palabra alguna, con su espalda pegada a la pared, las bragas en el suelo, con un brazo sujetándola por debajo del culo, metiéndosela repetidas veces con toda tu fuerza hasta el fondo, mientras con el otro brazo aguantas la puerta porque el segurata, alertado por los gemidos a medio camino entre el dolor y el placer de la diva, ya ha llegado a tocar los cojones. En otras palabras, la típica fantasía donde jodes a los dos seres más odiosos de la noche, el segurata mononeuronal y la camarera estirada.

Pero la Clarita que acabo de describir, la reina de la noche, poco tenía que ver con la chica que me saludó con una amplia sonrisa y se ofreció amablemente a enseñarme todos los entresijos del trabajo. No sé cómo decirlo. Digamos que esa chica era totalmente terrenal, casi vulgar, poco tenía que ver con la chica que tenía presente en mi memoria. Era bajita y muy delgada. Su piel era absolutamente blanca, demasiado pálida, casi enfermiza. Tenía poco pecho, lo que se veía acentuado por su postura, algo corvada. La cara sugerente y atractiva que tenía en su ademán distante se desencajaba cuando sonreía, dándole una apariencia que por un momento me recordó al mismísimo Joker del Batman de Tim Burton. No pasaba de ser una chica mona, sin más, donde sólo destacaba su medía melena, rubia, tupida y lacia; y unos ojos azul celeste realmente bonitos. Estaba claro que me la seguiría cepillando a la menor oportunidad, nunca fui un tipo exigente y, además, a pesar de todo, seguía siendo una de mis fantasías. Pero también debo admitir que supuso la primera decepción de la noche.

Al ritmo de un monótono Tic-TacDonde viven las historias. Descúbrelo ahora