El día siguiente me levanté pronto, sin motivo aparente ni deseo alguno. Simplemente, me desperté. Eran las siete y media de la mañana. El sol ya brillaba con intensidad en medio de un cielo despejado, la promesa de un día caluroso, sofocante. Sin embargo, a esa hora se respiraba una atmósfera ideal para practicar deporte o ir a dar un paseo.
Ya que me había levantado pronto decidí sacar partido. Abrí el armario y me enfundé uno de mis uniformes de baloncesto y, sin ni tan siquiera almorzar, me fui directamente a la plaza del pueblo donde habían habilitado un parque infantil y, justo al lado, una canasta de baloncesto, sorprendentemente a la altura reglamentaria.
Era una de esas típicas canastas de playground americano que tantas veces aparecen en la películas ambientadas en Nueva York y sus barrios más humildes. Una de esas canastas fabricadas en su totalidad por lo que debía ser algún tipo de acero o aleación de aluminio barata, que se anclan en el suelo por medio de un único tubo de unos quince a veinte centímetros de diámetro, cuyo tablero era semicircular y más pequeño de lo habitual y su red, en lugar de ser la típica red hecha de cuerdas, estaba constituida por unas cadenas entrelazadas. Un tipo de red que emite un sonido muy característico cada vez que el balón acude a besarla, sin embargo, la utilización de cadenas no respondía a ninguna necesidad ornamental, sino más bien al deseo de aumentar al máximo su esperanza de vida al aire libre. Una canasta sorprendentemente buena teniendo en cuenta la afición que hay en mi pueblo por el baloncesto.
Sin embargo, había un problema importante. Un problema que no tenía nada que ver con la canasta, pero que constituía un gran inconveniente a la hora de practicar el juego. Ese inconveniente no era otro que el suelo, ya que no se habían molestado ni tan siquiera en asfaltarlo. Lo dejaron del mismo modo que el resto del parque, es decir, cubierto de gravilla y arenisca, completamente irregular y que hacía absolutamente incontrolable el bote del balón. De modo que, una vez delante de la canasta, decliné rápidamente la opción de intentar recordar algún movimiento de mis buenos tiempos y me limité a comprobar si aún me acordaba de como se lanzaba el esférico.
Siempre había pensado que eso de jugar a baloncesto era como montar en bici, algo que no se olvida. Me di cuenta de que no era del todo cierto. Nunca había sido un tirador excelso, más bien todo lo contrario. Un jugador grande y tosco que corría decentemente la pista y que trataba de imponer, en la medida que le era posible, su habitual superioridad física cerca del aro, esa descripción encajaba bastante mejor con lo que había consistido mi juego. Pero, pese no haber sido nunca un tirador, sí que recordaba ser capaz de encestar con cierta facilidad desde cuatro o cinco metros y haber terminado siendo un jugador relativamente fiable desde la línea de tiros libres. Sin embargo, en ese momento me encontraba, un año después de mi último partido, otra vez frente una canasta y, pese a recordar con precisión la mecánica, el movimiento y su ejecución, me costó dios y ayuda conseguir meter alguna.
Poco a poco, lanzamiento tras lanzamiento, fui prestando cada vez menor interés a mi efectividad. Empecé a lanzar y recoger el balón de un modo completamente mecánico, independientemente de si el balón había entrado o no. Sin querer, empezaron a llegar a mi mente recuerdos de cuando jugué federado. No sólo del año anterior, sino también recuerdos que se remontaban a mi época de cadete y juvenil. No recordé triunfos deportivos, ya que fueron nulos, sino la experiencia de jugar en los distintos equipos.
Sin darme cuenta, empecé a recordar los diferentes compañeros con los que compartí pista. El base chupón, ese escolta que parecía incansable, siempre corriendo arriba y abajo la pista, el alero que considerábamos el tirador porque de vez en cuando era capaz de meter alguna, el chaval que había empezado tarde y apenas jugaba, pero era el que más animaba des del banquillo y el que más entusiasmo le ponía...
Paulatinamente, tiro tras tiro, fueron llegando nuevas caras a mi mente, de algunos de ellos ni tan siquiera conseguía recordar su nombre. Sin embargo, guardaba, y aún guardo, un buen recuerdo de todos ellos. Recuerdo que habíamos sido una piña, tuve suerte en este aspecto. No pude evitar pensar: "¿Qué habrá sido de ellos?". Recordé haberme encontrado con algunos saliendo de fiesta. Creía recordar que muchos de ellos permanecían en contacto, no todo el grupo, pero sí una parte importante.
Fuimos una piña... sin embargo, no conseguía recor-dar el nombre de muchos de ellos. Fuimos una piña... sin embargo, como me pasó con mis compañeros de instituto, había perdido el contacto con todos ellos.
Por alguna extraña razón creía que esto también me pasaría con mis compañeros de facultad.
Siempre había creído que eso le pasa a todo el mundo, pero, cuando lo pienso fríamente, me doy cuenta de que la mayoría de gente parecía capaz de mantener cierto contacto mientras yo me limitaba a dejarlos pasar. Eso es algo que había observado otras veces y a lo que no había dado mayor importancia... ¿Por qué en ese preciso instante recordar todo eso me hizo sentir tan incómodo?
Quizá porque por primera vez me di cuenta de que no sólo apartaba de mi vida a la gente a quien creía despreciar.
Darme cuenta de eso representó el tercer golpe. El golpe que me abrió definitivamente los ojos.
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Al ritmo de un monótono Tic-Tac
RandomLa vida mecánica de un joven estudiante universitario. La vida de alguien que no ha aprendido a vivir. La vida de alguien que sólo ve mediocridad en todo cuanto le rodea. Una vida escogida por él hecha a la medida de las expectativas creadas por otr...