El sábado se me pegaron las sábanas. Me desperté tarde, casi a la hora de comer y aún tenía sueño, pero también tenía hambre. Haciendo un gran esfuerzo conseguí ponerme en pie, tanteé un poco a ciegas debajo de la cama en busca de las pantuflas hasta que recordé que ahí no estaban. Decidí, pues, acercarme a la mesa en pijama y descalzo, así aún dejaba abierta una puerta de regreso a la cama una vez llenado el estómago.
Nada más entrar en el comedor noté que el ambiente estaba crispado. No era algo nuevo, de hecho lo raro hubiese sido que no lo hubiera estado. Y es que mis padres formaban una pareja aparentemente complementaria, pero definitivamente incompatible, que parecía haber aprendido a convivir y a soportarse. O quizá simplemente fuesen una pareja donde ninguno de los dos había tenido el suficiente valor para dejarlo. Sea como fuese, hacía años que el roce era continuo y que este roce no llevaba al cariño precisamente.
El hecho es que mi madre era una mujer trabajadora, aplicada y pulcra, pero sin alma ni empuje alguno a la hora de aventurarse en ningún ámbito de su vida, carecía de espíritu y ambición. Tenía el título de patronista industrial, de corte y confección y varios diplomas de cursos de diseño adornaban las paredes de su modesto taller, pero nunca había ejercido de diseñadora más allá de la ropa que nos confeccionaba bajo nuestras directrices a mí y a mi hermano. Durante un breve periodo trabajó en la enseñanza y el resto de su vida laboral lo dedicó a trabajar para empresas medianas y pequeñas ejerciendo su labor de patronista des del hogar. Había sido, y era, una mujer entregada a sus hijos y yo, muchas veces, sentía que no le había devuelto, y quizá nunca le devolvería, todo lo que me había dado. Tenía un gran corazón y vivía entregada a una familia que muchas veces no la valoraba como merecía o, al menos, no sabía expresarlo.
Nos había criado ella sola, mi padre sólo había actuado como sustento económico en las necesi-dades básicas, pero ella tuvo que acarrear con todo el trabajo de cuidarnos cuando fuimos bebés y de mantenernos en la senda correcta el mayor tiempo posible. Fue ella quien intentó inculcarnos unos valores. También fue ella la que intentó por todos los medios que potenciásemos o experimentásemos con nuestras posibilidades y motivaciones. Nos apuntó a inglés, a baloncesto, a natación... Cuando nos picó la vena de la informática fue ella quien intentó que tuviésemos a nuestro alcance todo lo que necesitábamos. Nunca nos negó ni hizo que nos retractáramos de ninguna de nuestras aficiones. Mi hermano experimentó con la guitarra eléctrica, con el graffiti y los esténcils; y tuvo también su etapa donde su único medio de transporte era el monopatín. En definitiva, procuró dárnoslo todo y nosotros, o al menos yo, nos mal acostumbramos. Lo asimilamos como algo natural y, muy posiblemente, no lo valoramos, ni nunca lo hemos valorado, como merece. En este punto de mi vida, y aunque ella lo negaría, tengo la sensación que a pesar de ser un chico con un comportamiento casi irreprochable, al menos por lo que ella conoce, mi carácter y desidia le ha terminado provocando más disgustos que alegrías.
Mi padre tenía un carácter más parecido al mío, era un comodón. Aunque lo negase, lo cierto es que siempre había buscado su comodidad. Mi madre siempre le echaba en cara que no tenía que haberse casado, que para hacer esa vida mejor que se hubiese quedado soltero. En el fondo estoy de acuerdo con mi madre y comprendo a mi padre. La vida con una mujer como mi madre al lado, a pesar de las continuas discusiones, era una vida mucho más sencilla y cómoda que la que le hubiese esperado de quedarse soltero.
En cierto modo, mi padre se consideraba un tipo que no pedía demasiado a la vida, siempre y cuando a él tampoco se le exigiese demasiado. Siempre había procurado trabajar lo justo y aprovechar al máximo el subsidio del paro. Hasta hace pocos años nunca había tenido un trabajo estable. Empezó a cotizar en la seguridad social tarde y poco. Hasta hace nada sus ingresos básicamente consistían en las subvenciones agrícolas y el extra que podía aportar la tierra, que no era mucho.
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Al ritmo de un monótono Tic-Tac
De TodoLa vida mecánica de un joven estudiante universitario. La vida de alguien que no ha aprendido a vivir. La vida de alguien que sólo ve mediocridad en todo cuanto le rodea. Una vida escogida por él hecha a la medida de las expectativas creadas por otr...