I - Renatita

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—¿A dónde vamos?

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—¿A dónde vamos?

Su voz infantil perforó mis oídos, pero yo no le respondí. Dejé escapar el humo del cigarrillo y continué subiendo las angostas escaleras. De vez en cuando echaba una mirada atrás solo para constatar que Renata no se había distraído con nada. Pese a lo monocromático y aburrido de cada descansillo, sabía bien que esa niña tenía la concentración de un insecto y solía entretenerse con cualquier cosa.

Renata Lisboa García; Renatita para el mundo entero. No llegaba a cumplir aún los doce años, pero era una aprendiz estupenda. La había tratado desde que su madre, aterrada por la constante ola de niños ritalin que parecía estarse extendiendo como plaga, llegó a mi oficina. La chiquilla era alumna del colegio en el que trabajaba en aquella época. No era más que un manojo de nervios, asustadiza, con baja autoestima y poca capacidad de retención.

Gracias a mí, la mujer veía cada cierto tiempo alguna clase de "mejoría" y parecía ser que Renata comenzaba a dar muestras de liderazgo en la escuela, sacaba buenas notas y en general parecía muy normal. A pesar de ello había solicitado que la niña me visitase al menos dos veces por semana y, con la confianza de la madre enteramente depositada en mis manos, yo la tenía una o dos horas a mi entera disposición. Aquella tarde trabajaríamos un poco más sobre su miedo a las alturas.

Desde que la niña tenía cinco años, me había encargado de arrebatar de su ser todo vestigio de temor, duda o arrepentimiento. No era cosa fácil, pero su cerebro en desarrollo era perfecto para mi cometido. Yo podría abrirlo con facilidad y rellenarlo con la información que a mí se me antojase. Podía hacerla débil, tonta y dúctil, o podía convertirla en una niña sin conciencia, dispuesta a todo. Era cuestión de esperar el tiempo suficiente. Mantener el ritmo y continuar.

Llegamos al piso superior. La niña parecía cansada, pero me importaba poco. No iba a tomar el ascensor y arriesgarme a que mis colegas me sorprendieran deambulando con ella por los corredores, o peor aún, dirigiéndome a la azotea.

—¿Lista? —cuestioné.

Renata asintió con suavidad. Por su expresión y por la manera en la que comenzó a retorcer sus dedos, pude deducir que recordaba el procedimiento y sabía muy bien lo que sucedería a continuación, pero aceptaría. Acataría todas mis órdenes puesto que la había adiestrado para ello.

De tal manera que abrí la puerta y salí al techado que me recibió con una brisa cálida

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De tal manera que abrí la puerta y salí al techado que me recibió con una brisa cálida. Estiré los brazos y arrojé el cigarrillo sin perder tiempo. Renata se aproximó a la orilla y, relajando sus extremidades con un suspiro largo y fuerte, esperó a que la sostuviese de la parte trasera de su vestido rosa. Fue entonces cuando se dejó caer. ¡Oh, sí! Lo recordaba bien, esa misma melodía, los mismos pasos que yo misma bailé hace tantos años atrás. La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí.

Despabilándome, la sostuve con fuerza y esbocé una sonrisa.


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