II - Retrospección

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La pequeña intentó resistir el dolor

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La pequeña intentó resistir el dolor. Después de todo había sido entrenada para ese momento durante casi toda su existencia.

El hombre se incorporó delante de ella sin dejar de observar las facciones que cobraban vida en su pequeño rostro de alabastro.

Lo único que podía observar eran un par de gafas brillantes que se movían de un lado a otro mientras el doctor revisaba los signos vitales y la potencia de las descargas eléctricas que pasaban a través de los electrodos pegados a sus sienes.

No importaba. La niña sabía muy bien que muy pronto el dolor cesaría y que, tras él, una inexplicable sensación de paz y serenidad se apoderarían de ella.

Si tenía suerte, la electricidad liberada en su cerebro se encargaría de borrar de él todo recuerdo de lo acontecido en esa última semana.

Los experimentos habían sido especialmente agresivos entonces. Lidia no sabía por qué y desde luego que jamás se atrevería a preguntarlo. Pero el doctor Aaron parecía más ansioso que de costumbre.

Lidia recordaría más tarde, cuando su cuerpo terminara de desarrollarse y el recuerdo de lo acontecido se convirtiera lentamente en un sueño difuso, que aquél doctor extranjero poseía unos hermosos ojos castaños y unas vibrantes pestañas de seda. Remembraría apenada el atractivo cuerpo fibroso y fornido bajo la bata blanca. Si se paraba a pensarlo, se trataba de un hombre sumamente agraciado. Había un halo de inocencia y bondad en su mirada; una característica demasiado peligrosa para un ser tan letal como lo era él.

La niña que alguna vez había sido se removería en lo más profundo de su ser, en un espacio entre la realidad y la locura.

Lidia, con tan solo siete años, conoció de primera mano lo que significaba el terror, la desesperanza y la soledad

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Lidia, con tan solo siete años, conoció de primera mano lo que significaba el terror, la desesperanza y la soledad. Atrapada en una jaula de paredes blancas, nunca llegaría a recordar cómo es que una niña de su edad había terminado en manos del doctor Aaron.

Lo que sabía es que ese hombre frío se convertiría en una imagen de autoridad y horror para ella, pero a la par, también significaba lo único humano que había conocido hasta entonces. Para ella, Aaron era su madre y su padre. No conocía otros ojos humanos más que los suyos, y se había dedicado a tatuarlos en su ser como si esperara que algún día aquella faz desaparecería para siempre.

—Uno más —dijo él con una voz suave y tierna.

La niña intentó resistir el dolor y mantener la conciencia. La electricidad atravesó su cabeza y sacudió su cerebro. Ante ella, el mundo entero se transfiguró. La sala se derritió a su alrededor, las luces de la estancia parpadearon sin control, pero los ojos de Aaron eran perfectamente visibles.

Hizo todo el acopio de fuerzas para mantenerse despierta, pero cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió. Su mente voló muy lejos, hacia un sitio en el que podía ser libre, pero al que los ojos de Aaron continuaban persiguiéndola. 



 

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