2. El pacto

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El cielo, otrora despejado, cambió la tonalidad a un denso bruno, anunciando una tormenta, inusual en época veraniega

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El cielo, otrora despejado, cambió la tonalidad a un denso bruno, anunciando una tormenta, inusual en época veraniega. Sin embargo, los pobladores de Villa San Pedro estaban acostumbrados a esos cambios climáticos. Además, la lluvia significaba que reverdecerían los campos que rodeaban al lugar, al menos en parte. En otros sectores, la sequía imperaba; los extensos bosques secos de ceibo eran un claro ejemplo de la falta de humedad en esa zona.

Él observó a través del parabrisas del auto, confirmando que el clima no le representaría mayor complicación. Atrás quedó la floresta, avanzó lentamente por una de las callejuelas, examinando ambos lados de la calle.

El pueblo tenía un aspecto de haberse estancado en el tiempo: casas de teja y adobe; escalinatas y amplios balcones, en donde pendían flores mustias como decoración; elementos que le conferían esa atmósfera de urbe antigua. En las aceras, los arupos eran los que, con su característico violeta, insuflaban vida a ese panorama triste y desolador.

Si hasta parecía que el lugar le daba la bienvenida, como si supiera para qué estaba ahí.

Unos kilómetros adelante, detuvo el carro en la parte más elevada de la villa. Estacionó a un costado de las escaleras que llevaban a la cima del monte. Al bajar, recorrió con la vista el entorno; en la cúspide divisó la imagen de un Cristo; a la derecha sus ojos quedaron fijos en el balcón rocoso que brotaba de la montaña, protegido por una valla circular.

Caminó a paso firme, deseoso de alcanzar ese peñasco, testigo de incontables muertes. Rumores decían que estaba embrujado, que a medida que alguien se acercaba, se oía una música plácida. Como las sirenas que llamaban a Ulises y otros navegantes, la roca invitaba a lanzarse.

Se paró en el risco, observando fijamente hacia el insondable abismo, experimentó una sensación de vértigo, propio de sitios altos. Notó que la caída era vertical, volviendo la probabilidad de sobrevivir casi nula. Se quedó absorto en sus pensamientos, contemplando el vacío; problema tras problema convergieron en la cabeza, como enjambre de rabiosas avispas.

Había albergado la esperanza de recuperarse, de que sus historias lo llevaran de nuevo a la cumbre de su carrera, pero cruzado ese dintel sus ilusiones murieron aplastadas por el estado de frustración que lo rebasó.

Estuvo concentrado en sus cavilaciones cuando fue interrumpido por una voz masculina de clave aguda y áspera. Sin haberse dado vuelta, intuyó que se trataba de un anciano. Por un momento consideró la idea de que era su padre, que vino a llevárselo al mundo de los muertos.

—¿Cómo se llama? —interpeló el hombre.

La boca del anciano mostró una escasez de piezas dentales y las que le quedaban estaban veteadas y con caries. Gavriel gesticuló una mueca de asco, por lo desagradable que le resultó mirar esa cavidad.

—Gavriel Sagardy. ¿Para qué es? —Le llamó la atención la libreta y el lapicero que tenía en la mano, con intención de anotar algo.

—Para registrarlo en la columna de los suicidas, porque para eso vino, ¿no? —Señaló el anciano a un muro donde estaban grabados varios nombres—, así cuando encuentren su cuerpo, las autoridades podrán saber de quién se trata. Los que se arrojan son hallados irreconocibles, las extremidades machacadas en un charco de sangre, toda una desgracia, ¿sabe? La gente viene al Shiriculapo* y se lanzan nomás.

Infernum ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora