9. El centinela del abismo

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La penumbra ocupaba cada espacio de la cripta, no se percibía ningún atisbo de claridad

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La penumbra ocupaba cada espacio de la cripta, no se percibía ningún atisbo de claridad. La densidad era tal que le impidió precisar en dónde se hallaba. Fue en vano llevar la cuenta del tiempo transcurrido. Sin un rayo de luz o algún sonido que evidenciara rutina humana, estaba perdido, en medio de ninguna parte, en un área sombría y agobiante.

Aquella noche eterna le traía desde la distancia terribles sonoridades, gritos espantosos, que solo alguien siendo torturado podría emitir.

¿Acaso era una lenta anticipación de lo que sería su muerte?

Gritó una vez más, a la nada, al vacío, a la infausta soledad que lo carcomía. Esa atroz condena lo empujó a perderse varias veces en la inconsciencia, mas al resurgir del sopor, la negritud persistía. Y retornaba el desasosiego, la sospecha de que tal vez le aguardaba un destino aún peor.

El colapso no tardaría en llegar, siendo la mente quien conspirara en su contra, trayéndole recuerdos, acelerando su fin. El resto de sus sentidos le parecieron inútiles, anulados por la penetrante oscuridad que descompensaba su estado mental.

¿Cuánto más podría resistir?

La respuesta llegó con unos pasos moviéndose por la habitación. Los reconocería donde fuese, incluso en sus delirios más profundos. Era ella: Aleth.

—¿Cómo estás, Gavriel? —¿Era una pregunta o una burla?—. Me han enviado por ti. Ven.

Gavriel se levantó enseguida, motivado de saber que abandonaría ese nefasto lugar.

—¿A dónde vamos? —preguntó, mas ella no respondió.

Afuera, la luminiscencia era baja y amenazante, aun así, fue una maravilla a sus ojos. Observó con ansia, discerniendo a través del órgano visual que se mantenía intacto a pesar del encierro.

Una parte del infierno consistía en extensas praderas incandescentes, donde la vista se perdía más allá de los abismos rocosos. Horror dilatado en el ambiente.

Desde un peñasco advirtió a un demonio en el centro de una fosa, mitad carnero, mitad jabalí, de un tamaño sobrecogedor, acostado boca arriba sobre un colchón de almas que eran abrasadas por potentes lenguas de fuego. Los demonios que lo rodeaban, le proveían alimento, dándole a tragar las ánimas que no se estaban rostizando bajo el cuerpo de la descomunal criatura.

El calor era insoportable. No podía imaginar cómo esos infelices lo debían estar pasando.

—¿No te parece que el infierno está encantador? —Aleth interrumpió sus pensamientos—. El castigo no termina al ser engullidos, una vez dentro del estómago se derretirán como cirios.

—Pensé que sería torturado de alguna forma violenta —aparentó valentía al insinuar que la reclusión no le afectó.

—¿Y eso te parece poco? —rebatió ella—. Puedo asegurarte que extrañarás los días que estuviste en esa celda, donde la espesa oscuridad era tu único castigo.

Infernum ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora