Escalofriantes lamentos ascendían hacia lo alto de una colina, provenientes de distintos puntos de la ciudad, gemidos desesperados de niños, ancianos, hombres y mujeres. Aullidos de animales que huían del desastre que sobrevino en la nación religiosa.Todo era caos, muerte y destrucción.
Muerte y agonía.
Muerte y oscuridad...
La piedra en donde se erigió el templo del primer apóstol de Jesús, no quedaba nada, solo ruinas de lo que un día fue la basílica de San Pedro.
Gente de todas partes del mundo, raza, credo y condición social, corrían en distintas direcciones, igual que un nido de hormigas cuya colonia fue atacada. Varios cuerpos yacían bajo escombros de pesadas rocas y hierros retorcidos, agonizando; en los ojos se reflejaba el horror del oscuro toque de la muerte.
Los alaridos eran tan insoportables que ocasionaron desangramiento en los oídos de quienes los escuchaban. Miles de voces que manifestaban un tormento inconmensurable.
La situación se salió de control, los policías y bomberos dejaron de prestar auxilio. Cada quien se preocupó por sí mismos, por salir vivos de ese infierno, de escapar del hundimiento de la tierra que iba tragando todo a su paso: edificios, plazas, vehículos en movimiento y naturaleza.
El violento terremoto estaba extinguiendo la ciudad del vaticano. La sede central de la iglesia católica romana ardía en llamas, y toda la historia enlazada a ella.
Los clérigos apenas pudieron emitir unas fugaces oraciones cuando el templo de Simón cayó sobre sus cabezas. No quedaba nadie que rezara por las almas que cruzarían al otro lado, nadie que diera consuelo a los afligidos.
Una gran y espesa polvareda se elevó hacia el cielo, el ambiente se tornó tóxico. Tras esa cortina grisácea se escondían otros horrores, que pronto serían desvelados a la humanidad.
Luego del desastre ocasionado, Belcebú y su séquito demoniaco se retiraron al monte Aventino. Desde la lejanía observaron complacidos las nubes de polvo que cubrían la atmósfera. Como espectadores de una película atroz, se regodearon en cada muerte, en cada edificación hecha polvo.
El príncipe de los infiernos se acercó al filo del risco, que vibró con el movimiento, pronto esa área cedería a la debacle. Desde ahí oteó el panorama. Esbozó una maligna sonrisa, el mundo ya debía estar enterado de la capitulación de Roma, lo que era conveniente para sus planes. Solo restaba esperar la llegada de ciertos ángeles.
Volteó la vista y dijo en tono displicente:
—Observen a esa multitud, huyendo como ratas, el fin ha llegado y aun así tratan de aferrarse a la vida. —apretó los nudillos—. De aferrarse a su miserable existencia.
—¡Mi señor! —exclamó Naún, el jinete de la guerra—. La humanidad siempre ha vivido rodeada de desastres, pero...—calló unos segundos—, eliminar una ciudad, sobre todo esta, hasta sus cimientos, llamará la atención de la guardia celestial.
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Infernum ©
HorrorGavriel Sagardy, escritor caído en desgracia, llevado por la frustración y la codicia, realiza un pacto con un ente de otro mundo. El precio a pagar será algo más que su alma. Aleth, una peligrosa ángel oscura, será quien lo acompañe por el camino d...