CAPÍTULO SEIS — 'EL REZO DE LOS AMANTES'
( ROCA CASTERLY, 260 A.C. )
POR PRIMERA VEZ EN MUCHO TIEMPO, LA NOCHE ERA OSCURA, HERMOSA Y PROMETEDORA PARA ROMEO. Era casi como si las estrellas le hablaran, emitiendo bajitos murmullos distorsionados, o como si su cabeza diera vueltas y su corazón golpease su pecho, bum bum bum, y la excitación del momento lo envolviese al punto de creer todo lo anterior con ciega devoción.
Un sirviente, el mismo con el que Tywin y Mercutio se encontrarían después, le había indicado ya cuales eran los dormitorios asignados a los Reyne, y Romeo lo recompensó con una ancha sonrisa y un venado de plata que encontró entre sus bolsillos. El joven Lannister empezó a correr en la dirección indicada, para sorpresa del sirviente, murmurando cosas acerca del Sol con el que pronto se encontraría y que estaba seguro que lo consumiría (el Sol que era Juliette, habría querido aclarar, pero el sirviente estaba un poco ebrio y Romeo no deseaba perder más tiempo tratando de convencer a un pobre hombre respecto a su pobre alma pobremente enamorada).
Reconocía cada uno de los corredores y atajos en el castillo, por lo que le fue sencillo mezclarse entre la multitud y pronto perderlos de vista al adentrarse al terreno. Romeo recordó vagamente una imagen de sí mismo, escondiéndose junto a Joanna de Tywin, y después a Tywin encontrándolos. Tywin siempre lograba hacerlo, inclusive aunque según él no estaba ni siquiera interesado en jugar con ellos, pero aun así siempre los buscaba cuando desaparecían así. Y al ser Tywin Lannister, no le era nada difícil conseguir su cometido.
Bastó con caminar un tanto más para que Romeo finalmente llegase al ala este de la construcción, la cual lucía tan solitaria y triste, sin luz ni señal de ruido. Pero casi como si los Dioses le obsequiasen su bendición, apareció un destello anaranjado, seguido de otro más, y pronto una habitación que poseía un pequeño balcón fue lo suficientemente iluminada como para distinguir la figura que se asomaba entre la tela que vestía la ventana. Se trataba nada más y nada menos que de la delicada sombra de Juliette Reyne — perfecta, y hermosa, delicada, perfecta...—. Romeo observó sus movimientos en silencio; la forma en que aquellos rizos oscuros le seguían el paso al resto de su cuerpo, y también cómo ella no se quedaba quieta en ninguna posición. Primero tomaba asiento en lo que él creía se trataba del borde de la cama, después caminaba, y después volvía a la cama, y caminaba, y a la cama...
Juliette no continuó con el mismo ritmo, sino que de pronto desapareció. Romeo se alzó desde detrás del árbol que se ocultaba, en su búsqueda. La oscuridad todavía lo cubría lo suficiente como para mantener en un tierno anonimato su admiración, pero eso no importaba en lo absoluto si Juliette no estaba más para ofrecerle esa misma admiración. Entonces escuchó un click, un diminuto chasquido que se alzó sobre la callada noche, y Romeo parpadeó para comprobar con alegría que su bella dama había decidido salir al balcón.
La luna tocaba su perfil como estaba seguro que lo haría con en el océano en esos momentos. Romeo fácilmente podría ir a la playa a comprobarlo, y luego correr de vuelta para comparar la imagen con la de Juliette. Pero supo que ni siquiera sería justo para la luna someterla en tal aprieto. Su corazón le decía que aquella situación tampoco era justa para él, latiendo tan de prisa por la simple presencia de una persona. Mas eso no poseía nada de simpleza, corrigió a su corazón, sino que era la dicha más grande que hasta ahora había experimentado.