Capítulo II

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Viendo por la ventana del coche descubro que la casa de la familia Murish es mucho más grande que todas las otras casas de la nobleza que están a su alrededor. Aún así no logra impresionarme; todas las casas siguen siendo igual de aburridas para mi.

Llegamos a la adornada entrada y puedo ver una gran fila de coches. Es increíble cuantas personas vienen a estos eventos; me preguntó cuántas personas en verdad quieren estar aquí.

Cuando por fin podemos bajarnos los guardias de la familia anuncian nuestra llegada de una forma tan escandalosa que no puedo evitar ruborizarme.

- ¡Madame Woolston y su hija, Lena Woolston!

Puedo ver que nadie voltea a ver como bajamos las largas escaleras que dan al vestíbulo, excepto por una que otra curiosa cabeza que probablemente se pregunta qué hacemos aquí nosotras, o simplemente han cruzado sus ojos con los nuestros en búsqueda de alguna bandeja de postres.

El hecho de que las personas ignoren nuestra llegada me da tranquilidad y a la vez me da unas inexplicables ganas de burlarme de la impresionada cara de mi madre. Ella suele quejarse de la forma como la gente ha perdido el respeto hacia las familias que antes dominaban la comarca (nuestra familia siendo una de esas).

Como siempre mi madre me obliga a saludar a muchos de los asistentes. Muchos son duques, con hijos que estudian en el mismo instituto que yo.

Cuando ya me duelen los labios de tanto sonreír y saludar por fin nos encontramos con los anfitriones de la fiesta (las únicas personas que, en mi opinión deberíamos saludar).

La señora Murish tiene una larga cabellera negra y rizada, con una piel tan blanca como la nieve. A su lado derecho se encuentra, el señor Murish, un hombre alto, delgado, de aspecto un poco intimidante. Y finalmente al lado de ellos, Robert, su hijo, el único primogénito de la riqueza Murish; un joven alto, de piel blanca y cabello negro como su madre pero con las facciones de su padre, y una sonrisa un tanto arrogante pero atrayente para la mayoría de las mujeres, excepto para mi.

Margaret, la prometida de Robert, está hablando con un par de jóvenes mujeres, altas y delgadas. Las tres muchachas sonríen y comentan cosas en un tono de susurro casi silencioso.

Cuando llegamos al frente de los Murish, la primera en acercarse es la madre de Robert. Saluda a mi mamá con una sonrisa casi falsa en la cara y ambas se abrazan como si fueran mejores amigas. El padre de Robert besa nuestras manos manteniendo una expresión seria.

Cuando me doy cuenta, Robert ya no está en su lugar y Margaret se ha acercado a mi madre y a la señora Murish que critican con dureza el porte de algunos jóvenes que se recuestan en la mesa de postres.

- ¡Miren quien ha decidido salir de su cueva de letras! - Dice Robert asustándome mientras pasa su brazo por mi hombro- Creí que no vendrías, bonita- me dice al oído.

- Por favor ¡no me lo perdería! - digo con un tono de ironía evidente mientras intento quitármelo de encima. - Claro que no lo harías, te importo demasiado ¿verdad? - responde con la misma ironía que yo.

Nuestras charlas suelen ser así, nos insultamos el uno al otro con un nivel de cordura que ningún adulto podría reprocharnos, pero obviamente llenos de ironía. A veces me dan ganas de romper este modelo de charlas y decirle todo lo que desprecio su asquerosa forma de ser, su hipocresía y su manera de ver a todos por debajo del hombro sin medir mis palabras, pero hoy no, estoy tan desgastada mentalmente por haber sido empujada a venir a su fiesta de compromiso que solo le sigo el juego sin siquiera pensar bien en lo que digo.

- De hecho, es por que la comida que sirven en tu casa es exquisita - exclamo haciendo un gesto. Veo su risa macabra aparecer en sus labios.

- Hicimos una apuesta con los chicos, Eduard dijo que serías la ultima en casarse de nuestra generación, y adivina que dije yo -

- ¿Estuviste de acuerdo? -

- ¡No! estuve en total descuerdo- dice mientras coje un pastelito de la mesa. De repente me doy cuenta de que ya nos hemos movido de un lado al otro de la habitación. - Yo dije que nunca te casarías.-

Lo aparto de mi y me alejo rápidamente como si me hubiera hecho enojar, sin embargo lo que ha dicho no me molesta, creo que lo más posible es que tenga razón en su comentario.

Entro a una habitación vacía. Necesito alejarme un momento de todas esas personas.

Recorro la sala en la que he entrado con la mirada y mis ojos inmediatamente localizan un estante lleno de libros. Al acercarme veo que todos están cubiertos por una gruesa capa de polvo que me hace toser apenas llego delante de ellos. Cuando la tos cesa me distraigo leyendo los nombres de las obras que tengo frente a mi. ¡Hay buenos libros allí! Los reconozco casi todos ya que han estado ya en mis manos alguna vez.

Casi todos los libros que tenemos en Eden tienen autores anónimos. Cuando era pequeña le pregunte a mi madre porqué casi nadie ponía su nombre en sus obras y ella, mirándome con desdén a causa de que mi pregunta se tratara de libros, me dijo que era porque en nuestra sociedad ser escritor no era un oficio respetable a no ser que lo hicieras para el ministerio, lo cual me hizo enojar un poco pero no tuve la oportunidad de decírselo a mi madre ya que prefirió cambiar de tema en ese instante, no es algo de lo que a mi madre le guste hablar.

Cuando me desconecto de mis pensamientos y vengo de vuelta a la realidad miro por la ventana gigante que recorre el salón en el que me encuentro y me topo con una vista espectacular. Desde esta inmensa ventana se puede ver el puerto de la familia Murish y atrás el imponente mar.

La mayoría de familias nobles de nuestra provincia tienen puertos propios y algunos barcos (mi familia no, claro), sin embargo, a pesar de poder ir a uno de estos puertos, siempre voy al de Volnerville porque me parece el más lindo de todos; sin embargo, puedo decir que este puerto que ahora observo tiene su encanto.

Tener barcos en las provincias costeras es para las familias nobles más ricas, ya que un barco podría valer incluso más que una mansión. Aún así tener un barco en Eden es casi inservible, no lo puedes usar sin el permiso del ministerio y a nadie en realidad le interesa usarlo, solo lo compran para hacer evidentes sus millones de capital.

Durante un instante siento que adoro esta sala; la vista, los libros; pero entonces recuerdo que es de la familia de Robert, a quien tanto detesto, y de nuevo hago un esfuerzo por poner los pies en la tierra repitiendo en mi mente el hecho de que estoy en una fiesta de compromiso, y que tarde o temprano tendré que volver al salón y seguir con mi actuación de damisela.

De repente mi vista se clava en algo que parece estar fuera de lugar. Unos barcos negros se han parqueado en el puerto. No tienen bandera ni símbolos de ningún lugar. Un escalofrío me recorre y siento una extraña sensación de que algo anda mal. Presiento que algo malo está por pasar. Siento la necesidad de salir corriendo.

Abro la puerta con afán sin dejar de ver la ventana esperando encontrarme de nuevo con la sala repleta de gente que dejé atrás hace ya casi media hora, pero al salir de la habitación algo me toma del brazo con fuerza y me tapa la boca... piratas.

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