Introducción

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Cuando era pequeño soñaba que viajaba por el espacio exterior. Veía películas de astronautas y a veces me imaginaba que era el protagonista, haciéndome amigo de alienígenas de toda la galaxia y montando heladerías en Júpiter para alegrarle el día a algún viajero espacial cansado de defender la galaxia. Crecí dibujando helados lunares y granjas extraterrestres, y más tarde haciendo retratos de alienígenas a los que me gustaba poner nombre, una historia, un hogar muy, muy lejos de la Tierra al que tenían que volver. A veces escribía sobre las aventuras que tendría como heladero espacial, repartiendo felicidad a todos los tolerantes a la lactosa que existieran en el vasto Universo; me imaginaba que me encontraba a algún alien en uno de mis viajes y éste me pedía que lo llevara a algún sitio porque su nave se había estropeado y tenía que llegar a casa a tiempo para el Blingerblopsticio. Por supuesto estaba encantado de llevarle, y entre historias e intercambios de diferentes culturas planetarias, iba conociendo el espacio y convirtiéndome en un héroe.

Es una pena que los niños crezcan y acaben descartando sus ideas imposibles de la infancia para dedicarse al álgebra y los circuitos... Una auténtica pena.

A mí me ocurrió algo así, no voy a negarlo. Aunque mi manía de dibujar alienígenas prevalecería toda mi vida, como si en el fondo, muy dentro, aún albergara la esperanza de... encontrar vida en otros planetas. Para personas ignorantes se trataba de un sueño estúpido, pero para otros, para soñadores y científicos apasionados, era una posibilidad real en nuestro horizonte. A lo largo de mi juventud y temprana adultez hice todo lo posible para recorrer todo el camino hasta el espacio en un tiempo récord. Al principio, cuando empecé a avanzar en las clases y pasar de curso el doble de rápido que otros chicos de mi edad, comenzaron a llamarme genio, prodigio. Yo sólo estaba loco por saber lo que era investigar en el espacio y no me interesaba lo más mínimo lo que la gente tuviera que decir de mí. Armado con tal determinación, a la temprana edad de 18 años había ganado un puesto en la NASA, con las élites en investigación espacial... Y a partir de entonces me volví ordinario.

Por supuesto, no es un misterio que entre genios un genio sea una persona normal, pero ser normal en el frío mundo de los adultos resultaría bastante duro para mí. Pocas personas reconocían mi trabajo, y las que lo hacían seguían sin tomárselo en serio. Académicamente, entre mis compañeros, no era excelente. Eso, unido a que era la persona más joven con la que habían trabajado jamás, lograría que me desprestigiaran como científico y como compañero en más casos de los que me gustaría admitir. Si destacaba en alguna cosa sobre el resto... era dibujando. Llevaba toda mi vida creando retratos de alienígenas imaginarios y mis detallados dibujos se habían ido convirtiendo en obras dignas de admirar. Bueno... dignas de admirar para algunas personas. Otras lo tachaban de infantil, ridículo o simplemente de no hacer nada útil. Como suele pasar, hacía más caso a las críticas negativas, y en algún momento por ninguna razón aparente dejé los dibujos de alienígenas. Habían durado mucho, al igual que esos sueños de niño... pero era hora de dejar a todo irse. Ahora era un adulto importante con un trabajo importante y un salario aún más importante, haciendo cosas serias y de provecho para la Comunidad Científica. Pronto estaba tan ocupado estudiando el espacio que dejé de tener tiempo para soñar con el espacio. Los años pasaron rápidamente. Jamás plantaría una heladería en Júpiter.

... O de eso me convencí, hasta el día en que formas de vida extraterrestres contactaron con la Tierra por primera vez.

Mi nombre es Francisco, aunque en mis numerosos viajes me han llamado Embojo, Klaugeso, una serie de cosas obscenas en truxxiano que no voy a reproducir aquí a fin de que nadie las aprenda, el Pirata de la Leche, Príncipe Kruakmork, el Gran Rojo, Link, Hormiga y rayito de sol, entre otros; pero a estas alturas mi nombre no es lo más importante, sino la historia que voy a contaros. Una historia de amor y de guerra tan triste y tan divertida que es capaz de hacer que uno se cuestione el sentido de la propia existencia.

Bueno, quizá no llegue a tanto, pero aprendí alguna que otra lección importante por el camino.

De modo que quedaos a escucharme y al final os daré un caramelo para el corazón y una cucharada de helado lunar, ¿sí?

¡Paco, Viajero Espacial!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora