EL DIABLO EN LONDRES

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Aunque en su ignorancia Rob J. consideraba un inconveniente verse obligado a

permanecer junto a la casa paterna en compañía de sus hermanos y su hermana,

ésos serían sus últimos instantes seguros de bienaventurada inocencia. Recién

entrada la primavera, el sol estaba lo bastante bajo para colar tibios lengüetazos

por los aleros del techo de paja, y Rob J. se tumbó en el pórtico de piedra basta

de la puerta principal para gozar de su calor. Una mujer se abría paso sobre la

superficie irregular de la calle de los Carpinteros. La vía pública necesitaba

reparaciones, al igual que la may oría de las pequeñas casas de los obreros,

descuidadamente levantadas por artesanos especializados que ganaban su

sustento erigiendo sólidas moradas para los más ricos y afortunados.

Estaba desgranando una cesta de frescos guisantes, e intentaba no perder de

vista a los más pequeños, que quedaban a su cargo cuando mamá salía. William

Steward, de seis, y Anne Mary, de cuatro, cavaban en el barro a un lado de la

casa y jugaban juegos secretos y risueños. Jonathan Carter, de dieciocho meses,

acostado sobre una piel de cordero, y a había comido sus papillas y eructado, y

gorjeaba satisfecho. Samuel Edward, de siete años, había dado el esquinazo a

Rob J. El astuto Samuel siempre se las ingeniaba para esfumarse en lugar de

compartir el trabajo, y Rob, colérico, estaba pendiente de su regreso. Abría las

legumbres de una en una, y con el pulgar arrancaba los guisantes de la cerosa

vaina tal como hacía mamá, sin detenerse al ver que una mujer se acercaba a él

en línea recta.

Las ballenas de su corpiño manchado le alzaban el busto de modo que a

veces, cuando se movía, se entreveía un pezón pintado, y su rostro carnoso

llamaba la atención por la cantidad de potingues que llevaba. Aunque Rob J. sólo

tenía nueve años, como niño londinense sabía distinguir a una ramera.

-Ya hemos llegado. ¿Es ésta la casa de Nathanael Cole?

Rob J. la observó con rencor porque no era la primera vez que las furcias

llamaban a la puerta en busca de su padre.

-¿Quién quiere saberlo? -preguntó bruscamente, contento de que su padre

hubiera salido a buscar trabajo y la fulana no lo encontrara; contento de que su

madre hubiera salido a entregar bordados y se evitara esa vergüenza.

-Lo necesita su esposa, que me ha enviado.

-¿Qué quiere decir con que lo necesita?

Las manos jóvenes y habilidosas dejaron de desgranar guisantes.

La prostituta lo observó con frialdad, y a que en su tono y en sus modales

había captado la opinión que de ella tenía.

EL MÉDICO - NOAH GORDONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora