Rob J. había echado a correr hacia el muelle de los Charcos, pero se dio cuenta
de que debía buscar a su padre y torció hacia el gremio de los Carpinteros, como
sabía que tenía que hacer el hijo de cualquier cofrade cuando surgían problemas.
La Corporación de Carpinteros de Londres se encontraba al final de la calle
de los Carpinteros, en una vieja estructura de zarzo y argamasa barata, un
armazón de postes intercalados con mimbres y ramas, cubierto por una gruesa
capa de mortero que había que renovar cada pocos años. En el interior de la
espaciosa sala había unos doce hombres con los jubones de cuero y los cintos de
herramientas típicos de su oficio, sentados en toscas sillas y delante de mesas
fabricadas por la comisión directiva del gremio. Reconoció a algunos vecinos y
miembros de la Decena de su padre, pero no vio a Nathanael.
El gremio lo era todo para los carpinteros de Londres: oficina de empleo,
dispensario, sociedad de entierros, centro social, organización de socorro en
tiempos de desempleo, árbitro, servicio de colocaciones y salón de
contrataciones, lugar de influencia política y fuerza moral. Se trataba de una
sociedad cerradamente organizada y compuesta por cuatro divisiones de
carpinteros denominadas Centenas. Cada Centena constaba de diez Decenas, que
se reunían por separado y más íntimamente. Sólo cuando la Decena perdía a un
miembro por causa de muerte, enfermedad prolongada o una nueva colocación,
en el gremio ingresaba un nuevo miembro como aprendiz de carpintero, por lo
general procedente de una lista de espera que incluía los nombres de los hijos de
los miembros. La palabra del jefe carpintero era tan definitiva como la de la
realeza, y hacia este personaje, Richard Bukerel, se acercó deprisa Rob.
Bukerel tenía los hombros encorvados, como doblados por las
responsabilidades. Todo en él parecía sombrío. Su pelo era negro; sus ojos, del
color de la corteza de roble madura; sus apretados pantalones, la túnica y el
jubón, de tela de lana áspera teñida por ebullición con cáscaras de nuez; y su piel
tenía el color del cuero curtido, bronceada por los soles de la construcción de mil
casas. Se movía, pensaba y hablaba con decisión, y ahora escuchaba a Rob
atentamente.
-Muchacho, Nathanael no está aquí.
-Maestro Bukerel, ¿sabes dónde lo puedo encontrar?
Bukerel titubeó.
-Discúlpame, por favor -dijo por último y se acercó a varios hombres que
estaban sentados.
Rob sólo oy ó alguna palabra ocasional o una frase susurrada.
-¿Está con esa zorra? -murmuró Bukerel. En segundos, el jefe carpintero