Una mañana Rob intentó hacer sonar el cuerno y, en lugar de una bocanada de aire, se oyó el sonido completo. Poco después el aprendiz señalaba orgulloso sus avances cotidianos con esa llamada solitaria y retumbante.
A medida que el verano tocaba a su fin y los días se tornaban cada vez más cortos, pusieron rumbo al suroeste.
-Tengo una casita en Exmouth -le contó Barber-. Procuro pasar los inviernos en la benigna costa porque el frío me desagrada.
Entregó a Rob una pelota marrón.
Los malabarismos con cuatro pelotas no eran de temer, porque ya sabía hacer juegos con dos pelotas en una mano y ahora lo intentaba con dos pelotas en cada mano. Practicaba constantemente, pero tenía prohibido hacer juegos mientras viajaban en el pescante, ya que solía fallar y Barber se hartaba de refrenar el caballo y esperar a que se apeara para recoger las pelotas.
A veces llegaban a un sitio donde los chicos de su edad chapoteaban en el río o reían y jugueteaban, y entonces sentía la nostalgia de la niñez. Sin embargo, ya era distinto a ellos. ¿Acaso habían luchado con un oso? ¿Podían hacer juegos malabares con cuatro pelotas? ¿Sabían tocar el cuerno sajón?
En Glastonbury realizó juegos malabares en el cementerio de la aldea delante de un asombrado grupo de chiquillos, mientras Barber actuaba en la zona cercana y oía las risas y los aplausos del público. Barber fue tajante en la condena:
-No debes actuar a menos que te conviertas en un auténtico prestidigitador, cosa que puede ocurrir o no. ¿Lo has comprendido?
-Sí, Barber.
Por fin llegaron a Exmouth una noche de finales de octubre. La casa, que se alzaba a pocos minutos a pie desde la orilla del mar, estaba desolada y abandonada.
-Había sido una granja con sus campos, pero la compré sin tierras y, por tanto, barata -explicó Barber-. La cuadra está en el antiguo henil y el carromato se guarda en el granero.
El cobertizo que fuera establo de la vaca del anterior propietario, servía ahora de leñera. La vivienda era poco mayor que la casa de la calle de los Carpinteros, de Londres, y, como aquélla, tenía techo de paja, pero en lugar del agujero para la salida del humo contaba con una gran chimenea de piedra. Barber había colocado dentro de la chimenea unas llaves de hierro, un trípode, una pala, útiles de chimenea de gran tamaño, un caldero y un gancho para colgar carne. Junto a la chimenea se alzaba un horno y, muy cerca, un inmenso armazón de cama. En inviernos anteriores Barber había ido llevando enseres para hacer más cómoda la casa. También había una artesa, una mesa, un banco, una quesera, varias jarras y unos pocos cestos.
En cuanto encendieron fuego en el hogar, recalentaron los restos de un jamón que los había alimentado toda la semana. La carne curada tenía un sabor fuerte y el pan estaba cubierto de moho. No era el tipo de comida digna de su maestro.
-Mañana nos aprovisionaremos -dijo Barber, taciturno.
Rob cogió las pelotas de madera y practicó lanzamientos cruzados bajo la luz parpadeante. Tuvo buena suerte, pero al final las pelotas rodaron por el suelo.
Barber extrajo una pelota amarilla de su bolsa y la arrojo para que quedara junto a las demás.
Roja, azul, marrón y verde. Y ahora, amarilla.
Rob pensó en los colores del arco iris y sintió que se hundía en la más negra desesperación. Se incorporó y miró a Barber. Supo que el hombre percibiría en sus ojos una resistencia que hasta entonces nunca se había manifestado, pero no pudo evitarlo.