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Edimburgo, otoño.1893

El Doctor fue el primero en bajar de la TARDIS para inspeccionar el lugar donde habían aterrizado.

Era de noche, eso le gustaba porque así podía seguir contemplando las estrellas desde la Tierra, su segundo hogar. Sin embargo, había demasiado silencio en el callejón donde estaba, y eso ya no le agradaba tanto. Además, estaba helando y el frío le entumecía el cuerpo; por suerte, llevaba la gabardina puesta.

Rose salió detrás de él luciendo un vestido victoriano en un tono malva que realzaba su figura. Por un lado, le parecía un poco agobiante, pero también encontraba divertido ir ataviada acorde a la época que iban a visitar, no era algo de lo que todo el mundo pudiese presumir de haber hecho alguna vez en la vida perteneciendo al siglo XXI

—Por fin estamos pisando el Londres victoriano—dijo Rose, sonriente y cogiéndose del brazo del Doctor.

—Bueno, a lo mejor no es Londres, nos hemos desviado un poco—explicó el Doctor, rascándose la cabeza—, pero estamos en la época victoriana, eso está claro—prosiguió señalando las lámparas de gas que alumbraban la ciudad. Algunas de ellas estaban apagadas, lo cual le pareció normal teniendo en cuenta que eran más de las ocho de la tarde.

—No importa, vayamos a ver qué hay por aquí—añadió Rose, encogiendo los hombros.

La chica londinense todavía recordaba la primera vez que pisó esa época: en esa ocasión conoció a un Charles Dickens envuelto en un problema de unos supuestos fantasmas que resultaron ser unos alienígenas que pretendían invadir la Tierra, esto sucedió en Cardiff y en ese momento estaban en Edimburgo, a cientos de millas de distancia de la lluviosa capital galesa.

El impresionante castillo medieval les observaba estoico desde la imponente colina en la que se alzaba. El Doctor suspiró al volver a verlo de nuevo; habían sucedido centenares de peripecias entre sus antiguas murallas y él estuvo presente en las importantes. Sin embargo, la fortaleza no era su preocupación en ese instante.

—¿Por qué no hay gente en la calle?—Quiso saber Rose.

—Es muy tarde y no querrán pasear a estas horas con la temperatura que hace, refresca demasiado incluso para ser Escocia en esta época del año—concluyó el Doctor—. ¿Rose?

La muchacha no contestó porque había desparecido de su lado de pronto.

El Doctor se preocupó por ella. No le gustaba perder de vista a sus compañeros de manera repentina, mientras viajaban junto a él eran su responsabilidad, y además, Jackie jamás le perdonaría que no la devolviese de una pieza; sus dos corazones tampoco.

Caminó un trecho para buscarla; por suerte, no se encontraba muy lejos de donde había aterrizado la TARDIS. Frente a ellos había una casa de dos plantas y un jardín, con la extensión necesaria para que cupiesen varias estatuas de mármol de tamaño natural.

No era capaz de contar cuantas había en total, esto le llamó mucho la atención ya que no había visto tanta escultura junta en su vida, salvo aquella vez que estuvieron en las galerías del Museo Británico, claro.

Rose trató de contarlas, pero estaban demasiado pegadas entre ellas; no obstante, la abundante vegetación que crecía a su alrededor también era un impedimento para discernirlas con nitidez, y además de eso no había suficiente luz en la fachada porque las lámparas de la entrada también estaban apagadas.

Estaban a oscuras, la única luz que tenían era la de la luna.

Desde la puerta exterior no se veía ningún movimiento dentro del edificio. Quizá las personas que debían vivir allí se habían ido a dormir ya o la casa estaba deshabitada por alguna razón. Rose prefería la primera opción.

—¿Diez? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Cuántas crees que hay, Doctor?

—No lo sé, pero la puerta está abierta, averigüemos cuántas estatuas hay—dijo sonriendo tras abrir la cerradura con el destornillador sónico.

Todas ellas tenían el rostro tapado con las manos, lo cual les resultaba más inquietante.

El Doctor había visto muchas criaturas imposibles a lo largo de sus novecientos años, pero nunca algo tan estremecedor como aquello. Parecían estar vivas bajo la capa pétrea de la que estaban hechas, aunque pudo comprobar que estaban inmóviles por completo.

No obstante, estaba escuchando sus voces murmurando dentro de su cabeza, todas a la vez, pero no le dijo nada a Rose para no preocuparla. Eran humanas, masculinas y femeninas, que provenían de un tiempo lejano, un eco constante martilleando su mente de Señor del Tiempo. A veces su capacidad telepática le resultaba incómoda, pero mantenía la compostura con una sonrisa dibujada en los labios. Tenía que concentrarse en sus palabras para averiguar de dónde venían.

—Creo que hay veintitrés en total. ¿Quién es capaz de adornar su jardín con tantas estatuas? Es espeluznante—sentenció la chica.

—Tienes razón, hay demasiadas para ser una mera decoración—prosiguió el Doctor.

—No será un cementerio, ¿verdad?—Dijo de pronto Rose—.No, vaya estupidez. Es una casa la gente no tiene lápidas en sus jardines.

Ambos caminaron entre las esculturas sin tocarlas por lo que pudiese suceder.

Vistas de cerca parecían más reales; las había de distintos tamaños, hombres y mujeres que vestían con la indumentaria propia de la alta sociedad de esos días.

—Esto es muy raro—murmulló el Doctor.

—No parece muy normal, a lo mejor deberíamos volver a la TARDIS, pero… mejor llamemos a la puerta—le animó Rose cuando la tuvieron delante.

Dio dos golpes con la aldaba, esperaron unos minutos y nadie abrió. Rose aprovechó para asomarse por uno de los ventanales, pero seguía sin ver nada. Al cabo de un rato insistió de nuevo y la puerta se abrió por fin para dejarles entrar.

Detrás no había ningún mayordomo para recibirles ni nada que se le pareciera, solo una amplia entrada iluminada por unos candelabros.

Los dos cruzaron sus miradas extrañados: esto era nuevo incluso para el Doctor.

Por supuesto, no creía en los fantasmas y en esa época no habían inventado los sistemas automáticos para abrir puertas.

Entraron cogidos de la mano.

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