Cielo y la noche.

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Y de repente, junto al brillo de la luna y las suaves nubes que la rodeaban, yo, que observaba la obra de arte capturada en el cielo, me sentía un poco menos sola en este mundo cruel plagado de maldades. De repente, incluso yo misma me sentía purificada e incapaz de cometer un desastre. Sentía como la luna y su luz alumbraba intensamente todo a su alrededor; a los edificios, a las ventanas, a las personas y a sus rostros: percibía algo como si fuese una caricia casi imperceptible y mágica en mi mejilla, en mis ojos y mis labios, en mi abdomen tanto como en mis piernas hasta la punta de mis pies. Unos brazos suaves y aterciopelados me sostenían mientras me devolvían equilibrio al igual que claridad en el alma. Sentía algo así como una conexión con aquel planeta extraño, como si intentase hablarme y no dejarme sola; su luz se escabullía por las ventanas, cortinas, reflejos, incluso por el agua o un espejo con lo que entendí que la luna sería mi fiel compañía.
El marco de aquella poética tela azul era una enredadera que trepaba salvaje por la pared de un jardín; algo así como el resultado de unos cuantos hilos que habrían salido de un torbellino.
Y cuando observé el panorama, recordé que esa era la real vida, no cualquier mierda o cualquier problema sin sentido: esa era vida, aquel cielo con esas estrellas y esa luna.
Esa era la verdadera forma de vivir, ese era el propósito de vivir; ser insignificantes frente a una masa de enormes cosas increíbles.

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