La muerte le hace cosas raras a la gente (IX)

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Oh, sí. Había tomado mis precauciones. Me vi obligada a digerir la culpa y dejar el cuerpo inerte de mi padre en el bosque, con la cruel esperanza de que no le ocurriese daño alguno. Tal como quise, encontraron su cadáver. Y como era de esperarse se armó una investigación inconclusa que solo arrojó posibilidades sobre lo que pudo haberle sucedido. Oía a todos murmurar por lo bajo que algún drogadicto en estado errático o un  asesino a sangre fría lo había liquidado. ¿Cómo lograba contenerme de gritarles que lo vi todo? Ni drogadictos, ni asesinos sádicos... Fueron espectros de otro mundo.

El funeral creo que fue la peor parte; observar como cada jodida persona que nunca le dirigió la palabra en este mundano lugar derramaba una falsa lágrima con el miserable anhelo de cumplir con alguna especie de norma humanitaria. Los parientes de mamá que solo veíamos en vacaciones o tragedias familiares, se habían materializado de la nada, sin una relación íntima. No teníamos contacto con la familia de papá, nunca hablaba de ellos. Cuando abandonó Arizona, los dejó a ellos atrás por alguna razón.

En la escuela estaba hastiada de recibir el terrible pésame cada cinco minutos. Solo podía asentir y mantener oculto al sollozo desesperado por emerger.

Me fui de casa de inmediato, tres días después de su entierro. Mi mamá, quien seguía odiándome en silencio, actuaba como si solo hubiese sido un mal sueño, dejándome con el deseo de arrancar su expresión de indiferencia a puñetazos.

El dolor tiene la capacidad de otorgar vulnerabilidad, su firma es inconfundible y... ella ni siquiera se mostraba empática.

En verdad no toleraba ver más esa expresión vacía. En un abrir y cerrar de ojos, perdí a mis padres.

—Gabrielle...

Los Amat me habían acogido como a una hija más, no parecía tan malo. Al menos me reconfortaba el hecho de que no toda la maldad acaba con todos los buenos.

—Hola, Bret —musité, sonando mi nariz con disimulo. La terraza era cómoda, hacía frío ahí arriba. Eso necesitaba, congelarme de lleno.

— ¿Cómo... cómo estás?

Titubeó un poco al decirlo. Jugué con mis dedos, sin poder darle la cara cuando se sentó a mi lado en el piso de madera.

—Bien —dije sin emoción—. Excepto por el hecho de que mi padre está muerto y ahora no tengo a nadie.

Tembló con mi respuesta, sacudió su cabeza proponiéndose algo.

—Me tienes a . Nos tienes a nosotros.

—Sabes a qué me refiero —expresé con desgana.

Pasó su brazo izquierdo alrededor de mí, estrechándome contra él.

— ¿Algo que pueda hacer para hacerte sentir mejor?

Sonreí por el destello de un recuerdo.

—El hecho de que tengas que lanzarte al primer precipicio que veas ya es consuelo suficiente —comenté enarcando mis cejas. Estalló en risas, pillándome.

—Si tienes sentido del humor después de todo ¿que sorpresa, no? —Ironizó con afecto en sus facciones, tomó una gran bocanada de aire—. Hablaba en serio, quiero ayudarte.

— ¿Si te respondo dejarás de joder mi existencia?

Meneó su rostro.

—No prometo nada, Bennett.

Ni siquiera lo consideré, mi cerebro solo hizo clic.

—Bésame.

Todo el aire parecía haber salido de sus pulmones a tomar vacaciones, impactado por lo que mi gran bocota pronunció. Sus irises verde mate tomaron partido en los míos, avasallando a todas las emociones acumuladas en mis retinas, penetrando en lo más puro de mis sentimientos.

El Hilo Irrompible © ~EDITANDO~Where stories live. Discover now