II. GAIA

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Esa noche, cada botella se encontraba en su lugar destinado, cada frasco y cada jarra de agua bendecida se hallaban en su potencial máximo y no había gota alguna que pudiese ser desperdiciada.

La habitación había sido adaptada y perfumada para ese día tan importante, las demás damas habían preparado la cama más blanda sobre el suelo, más reluciente, y le aguardaban las mantas más suaves de todo el reino, que habían sido lavadas con el agua del estero de la virgen y se habían secado sólo a la luz de la luna durante veinticinco noches de luna llena, habían sido suavizadas con sales de azucenas y seda líquida traída desde más allá de los mares.

Era cierto, aunque ella no lo sabía, que Él había ido a curarse antes hacia las tierras lejanas del Oriente, y que por varios años había estado merodeando en pueblos cercanos al de ella, conforme avanzaban las batallas para derrocar a las huestes del emperador Iliak, pero cargaba con una herida importante en su costado. Una flecha en sus costillas había perforado parte importante de su piel y su musculatura. Varias curanderas de distintas edades y culturas habían realizado rituales completos para poder cerrar esa herida del todo, pero internamente la hemorragia se había mantenido en silencio y el dolor, al comienzo insignificante, se había vuelto cada vez más intenso, impidiéndole mostrarse como el vencedor en más de una batalla, y haciéndole parecer más débil y más pálido enfrente de sus leales soldados.

No estaba cerca de la ciudad de Gaia, no tenía en realidad un combate ni un centro de reunión estratégica cerca de ese pueblo. La mayor parte del territorio sur se encontraba en paz, y no había amenaza ni interés de Iliak de centrarse en ese sector del Reino. Habitada por curanderas, apicultores, recolectores de frutos, aborígenes, campesinos y cazadores furtivos, Gaia era una de las aldeas más pacíficas y estables de todo el Reino. No existía oro ni fósiles líquidos, por lo que tampoco había un interés económico que hiciera que esa zona escasamente poblada mereciera más atención por parte del ocupado emperador. Los guardias reales se mantenían constantemente custodiando la capital y diversos puntos clave desde que había comenzado la guerra, y no tenía ninguna razón para mandar a vigilar una aldea tan pobre e insignificante como esa. Tampoco creyó demasiado cuando le dijeron que el cofre de la antigua reina había sido escondido en una de esas aldeas de la periferia, que se encontraba cerca de los bosques y que lo cubría la nieve en los inviernos. Nunca creyó que el escondite de la reina había sido junto a un pueblo de campesinos, y cada vez que alguien mencionaba algo semejante se reía de forma perversa, y hacía resonar sus dedos que casi siempre estaban envueltos en la armadura de platino. Se había convencido a sí mismo que "el tesoro" había desaparecido en el hundimiento de la última de las siete islas, cuando los volcanes arrasaron con toda la población a su paso.

Gaia, era por tanto, el lugar perfecto para esconder al arcángel Miguel mientras se recuperara del todo, tomando en consideración que nunca era posible descubrir cuánto tiempo tendrían entre un receso y otro, y que su presencia pronta era clave para alentar a los fervientes soldados, además, ante todo, su seguridad y salvedad estaban por delante de todas las cosas. Sin Miguel, ya no habría esperanza.

Sacarlo desde Érd debía ser algo discreto, lo pusieron en la camilla de madrugada y lo llevaron todo el día en una sencilla canoa a través del río Eros. Los soldados ocultaron su forma fornida tras el ropaje destartalado de pescadores locales, y el príncipe de los ejércitos celestes fue envuelto en mantas manchadas, su rostro, su cabello y parte de sus brazos fueron cubiertas con barro, y un hilo de pesca rústico fue amarrado a su mano. Parecía uno más de los que habían sido atacados por las criaturas ribereñas o que había sido desafortunadamente mordido por un insecto venenoso. Pusieron tantas mantas sucias como pudieron, lo acomodaron semi acostado en la canoa y su cabeza fue cubierta por soldados que lo rodeaban estratégicamente. Sacarlo de la casa inmensa, llena de custodios y consejeros recelosos había sido muy complejo, pero lo que más temían no era ser descubiertos en ese momento, sino que en el trayecto les asustaba sobremanera que alguien sospechara de ellos, o que a la entrada de Gaia existiera algún guardia del imperio que ellos desconocieran. Si Iliak o alguno de sus mariscales se enteraba de que Miguel se hallaba en una aldea fácil de sitiar y desprovisto casi por completo de su ejército, no tardarían en secuestrarlo y ejecutarlo en forma pública frente al castillo. Más aún, si sus poderes ya no eran los de antes, ya no podía derrotar a Las Decenas en un solo día, ya no podía hacer frente a una batalla completa siquiera. Esa madrugada Miguel temblaba de fiebre y la herida se encontraba sangrando nuevamente.

La Fuga de Los ÁngelesWhere stories live. Discover now