IV. El Caserón del Arauca

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Algunos habitantes que circulaban por el lugar se quedaron viendo la silenciosa y veloz operación de los soldados. Era evidente que el caserón, un tanto aislado de los demás, iba a recibir invitados importantes. Los soldados eran altos, de musculatura marcada y notoria, su presencia desprendía un aura magnificente y cautivadora. Sin duda, debían ser los elegidos.

-"Estoy segura de que son ellos. Son soldados del Príncipe", dijo una adolescente curiosa que miraba desde la puerta de su casa el descenso de los soldados, que se encuadraban para llevar una camilla con un hombre muy misterioso.

-"Cállate, no digas eso. ¿No ves la forma en que están vestidos? Esos harapos...", la reprendió disgustada su madre, una señora de la aldea conocida por sus chismes, que también miraba con curiosidad y escepticismo a los huéspedes del caserón del Arauca, mientras se recubría de chales de lana gruesa y raspada. "Nunca han venido los soldados, y además no llevan la armadura. Deben ser seguramente amantes de la dueña, pobres pescadores del norte o incluso espías del Rey".

-"¡No! Son guapísimos. Imposible que tengan algo que ver con Iliak. Son maravillosos, lo presiento", dijo la joven entusiasmada y con mirada luminosa, sonriendo amorosamente a los soldados. Fijó su mirada en el huraño Tabai, que se quedó custodiando las afueras del caserón del Arauca.

Aury había entrado primero, verificó la identidad del lugar leyendo las inscripciones en el suelo de la entrada y oliendo las cenizas que se encontraban en el cofre al interior del caserón. Las tomó entre los dedos y las dejó caer, examinando cuidadosamente que todo fuera tal y como se lo había descrito Miguel. Tomó la vela translúcida que portaba en un morral de cuero marrón y la encendió en el fuego de la cacerola inmensa que preparaban al interior. La puso sobre la mesa que estaba lista para recibirlos y la llama rápidamente se volvió azul, y la cera se abrió hacia un tono esmeralda. "No cabe duda, es aquí", susurró serio y concentrado. Salió a indicarle al resto que podían entrar, y de inmediato Aiken, Mainery, Ezequiel y Simón movilizaron la camilla en la que transportaban a Miguel.

Una anciana delgada y amable, con aspecto de hechicera sabia y con collares religiosos que colgaban de sus envejecidas manos les indicó el camino hacia la habitación donde la muchacha elegida esperaba a Miguel. El rostro les cambió apenas hubieron entrado al lugar, aunque Ezequiel ya venía alegrándose con la nostalgia del camino.

La cacerola estaba humeante, lista para ser servida y la mesa campesina relucía con la vela que había instalado Aury. Él se había adelantado, quería inspeccionar personalmente y asegurarse de que la habitación donde la curandera le esperaba se encontraba en condiciones aceptables para su líder. Abrió en forma hosca las cortinas nacaradas y miró con ansias en el interior, la cama lucía impecable, el fuego se encontraba encendido a una distancia prudente, los códigos celestes estaban totalmente tallados según los requerimientos y los artilugios y jarrones relucían de brillo. Una joven vestida con un traje de telas blancas entalladas y un cintillo plateado en su cabeza con oraciones pintadas entró a la habitación desde un cuarto interno. Llevaba en sus brazos los mantos blancos que lavaron en el estero de la virgen, y que en los pliegues reflejaba un brillo celeste y azul satinado. Un velo translúcido dejaba entrever su rostro de porcelana, sus labios delicadamente carnosos de un tono rosado y cándido, sus mejillas juveniles y sus ojos grandes marrones. Aury quedó boquiabierto y se quitó el desgastado sombrero frente a ella, que depositaba pausadamente los mantos en columnas a los pies de la cama. Ella no le prestó demasiada atención, y él se devolvió una vez más indicando a sus compañeros que no había peligro. Regresó a la habitación contemplando a la muchacha como si el tiempo se hubiese detenido, ella le dijo con una voz muy serena e inclinando su cabeza "muchas gracias, señor", y volvió al cuarto de donde estaba trayendo las mantas. El resto de los soldados ingresaron raudos, Mainery y Simón sostuvieron la camilla junto a la cama desde los extremos, mientras que Aiken y Ezequiel tomaron en sus brazos a Miguel y lo depositaron sobre la cama. No sabían si estaba dormido o agonizante. Simón besó su mano en señal de despedida y Aiken se quitó nuevamente el sombrero y murmuró una frase de una oración misteriosa. Dejaron a Miguel en la calmada habitación mientras Aury, que parecía estar en un trance extraño, los esperaba afuera. Marcharon hacia el basto comedor sin saber si estar contentos por haber completado la mayor parte de la misión, o desconcertados por no saber si en aquel lugar tendrían la cura ansiada para Miguel, o al menos, un atisbo de mejoría que le permitiera abrir los ojos y continuar la batalla como el príncipe de los ejércitos.

En el comedor principal los esperaba el mesón más grande, con un gran pan de cedro recién horneado y aguas frescas de jengibre, menta y eucaliptus. Las cucharas eran de plata, y las servilletas lucían como la más depurada de las sedas del reino. Se sentaron ansiosos, cortaron el pan y hablaron mientras comían. La anciana anfitriona retiró la cacerola del fuego principal y la puso sobre un mesón largo, donde tenía los platos de greda listos para ser servidos. Repartió la sopa de cordero con verduras y un joven delgado y destartalado comenzó a poner los platos hondos sobre la mesa de los soldados, que sonrieron hasta con los ojos al ver la suculenta cena campesina. Desde lejos, no parecían refinadas fuerzas de élite, más bien, un grupo de muchachos hambrientos que devoraban fascinados un festín grandioso, aprovechando el calor de un hogar conocido.

La Fuga de Los ÁngelesWhere stories live. Discover now