VII. Amanecer

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Una lepidóptera plateada de bordes negros se posó tranquilamente sobre el número siete en el reloj de la habitación, y el batir de sus alas alertó a la muchacha que ya era hora de la despedida.

El fuego se había extinguido por completo, apenas humeaba ya casi sin fuerza la chimenea, y la humedad caía en pequeñas gotas por la madera que cerraba la ventana. Ella reaccionó como si despertara del sueño más hermoso que había tenido, con calma y tranquilidad. Se incorporó de a poco, y cerró los ojos nuevamente disfrutando del aroma que desprendía la piel de Miguel. Notó que no solamente había tomado su mano y juntado su brazo, sino que ahora los dedos estaban entrelazados. Se sonrió con la ilusión de que Él, en su descanso hubiera tenido ese gesto de cariño con la hechicera, aunque sabía en su interior que era más probable que lo hubiese hecho ella misma antes de quedarse profundamente dormida. Vio a la mariposa oscura marcando el amanecer y sintió el bullicio lejano de pasos a lo lejos. Soltó suavemente la mano que sostenía, la mano que se veía tan enorme junto a la suya, y que era tan suave y firme a la vez. La mano con la línea del exterminio que se le hacía tan familiar y cercana. Se levantó intentando no hacer ruido alguno que pudiese importunar a aquella criatura tan magnífica. Quería quedarse con esa imagen para siempre, no perder detalle alguno de sus labios, de su pecho moviéndose con cada respiro, del cabello oscuro y sedoso cayéndole sobre los hombros descubiertos. Se fue rápido al cuarto siguiente a traer las túnicas con la que lo llevarían. Era un traje precioso y sencillo, de seda nacarada con bordes cosidos en oro y detalles de oraciones y nombres sagrados, digno de una deidad, que iba a ensalzar el poder de su presencia y el tono afable de su piel. Se imaginó por un instante lo deseable que se vería al vestirlo, pero apenas lo hubo dejado junto a la cama sintió los pasos aproximarse y el despertar del huésped era inevitable. Volvió al cuarto donde almacenaba todo lo que había preparado para ese día, y cerró las cortinas con cintas y broches para que no pudiera verla ni entrar desde ese lado. Se quedó plasmada al otro lado del cortinaje, y suspiró en silencio. ¿Esa era todo? Se había terminado en un apenas un instante la noche más importante, para la cual había estudiado tanto durante tanto tiempo... Y peor aún, sentía que al otro lado de las cenefas se hallaba algo que ella había estado buscando en cada rincón de Gaia durante mucho tiempo. Un imposible, por cierto, el generalísimo de los Ejércitos, un hombre prohibido para todas. No sería la primera, desde luego en sentir que Él era una suerte de fin último en su vida. No sería la única que le soñaría hasta despierta, aun sabiendo que nunca bajo ninguna circunstancia, en ningún encuentro y en ningún tiempo él podría siquiera mirarla. Algunas sí lo habían visto a Él, y en las tierras del norte más de alguna reclamaba haberlo conocido, haberle robado un beso de esos labios electrizantes, pero nunca le habían visto con una mujer desde la muerte de la Antigua Reina en la última Isla. Se rumoreaba, sí, que algo tenía con alguna de las curanderas, aunque nadie dudaba de que la prohibición de mirarlas, ya que las dejaría sin poder alguno de sanación, y todos los hechizos y oraciones se reducirían a palabras planas y sin sentido.

Los soldados entraron raudos, vestidos de pescadorestal y como habían llegado, pero con el ánimo más repuesto. Lo vieron tendido enla cama, con el tono de su piel radiante y una sonrisa que intentaba fingir aunqueya había despertado.

La Fuga de Los ÁngelesWhere stories live. Discover now