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Después de convencer a todas las personas que se acercaron a él, de que se encontraba bien y que vivía tan solo cruzando la calle, dejaron que se marchara. Les mintió, diciéndoles que quisieron robarle y como se había resistió comenzaron a golpearlo de esa forma. También tuvo que rehusarse a ir al hospital o a la comisaria, para hacer la denuncia, como le sugirieron y constantemente insistido. Por un momento pensó que iban a lincharlo por tener que mostrarse así de tonto y testarudo. Pero al final se rindieron, indignados más con la actitud de Daniel que por lo que había padecido.
Cuando termino de agradecer toda la ayuda y el interés que le brindaron, se despidió. La gente lo acompaño con la mirada, observándolo con lastima mientras avanzaba lentamente, todo despeinado, la ropa llena de tierra, arrastrando la mochila y tomándose la cara con una mano. Estaba a unos insignificantes quince metros de su hogar. A esa altura le pareció que hacía meses que se había marchado de ahí.
Cruzando la calle Daniel levanto la cabeza y miro las dos ventanas del segundo piso de su casa, arriba del garaje. Esta era su habitación. Inevitablemente imagino su cama, debajo de la primera ventana, y un cansancio sobrehumano se apodero de él, entumeciéndole cuerpo y mente por igual.
Su casa era la primera de la cuadra y tanto la puerta principal como la del garaje daban a la plaza de enfrente. La fachada era sencilla y agradable, de color amarillo crema y a esa hora, bajo la luz del sol, parecía recién pintada. Solo una parte de la pared estaba un poco deteriorada. El roce constante por el vaivén de las ramas del gran Olmo, que estaba hace más de cincuenta años en la vereda, había gastado y manchado la pintura, en lo alto de la ventana izquierda de la pieza de Daniel.
Cuando llego a la puerta de rejas blancas y con figuras tribales decorativas, Daniel se detuvo dudando de entrar. No quería angustiar a sus padres de nuevo. Inconscientemente se quedó agarrado a los barrotes, observando pensativamente el jardín del otro lado.
El jardín era el pasatiempo de su madre y le dedicaba varias horas a la semana a cuidarlo. El césped suave, prolijamente cortado y de un verde muy intenso, cubría todo el frente, salvo por la senda de mosaicos blancos que iba desde la entrada de rejas hasta la puerta de la casa en sí. También había grandes canteros en la tierra, vivamente coloreados por las flores que crecían, y una casita roja para pájaros, colocada en el centro del jardín, arriba de un poste.
Después de un rato, decidió no seguir con la mentira que había fabulado antes. Era improbable que sus padres le creyeran, ya que casi todos los meses algo le pasaba. Además, según él, ellos ya intuían que era lo que en verdad le sucedía. Y aunque Daniel estaba agradecido de que nunca lo hostigaran con preguntas o explicaciones vergonzosas, sabía porque era el motivo.
Desde el día que le dijeron que era adoptado, exactamente dos años atrás, los padres de Daniel habían cambiado paulatinamente la forma de comportarse con él. Por miedo a que él los rechazara, cosa que a Daniel nunca se le paso por la cabeza, lo consentían y vigilaban excesivamente. Y cuando llegaba en esas condiciones a su casa, solo se limitaban a apoyarlo y a aconsejarlo lo mejor posible, para evitar que se sintiera solo, humillado o inseguro.
Era obvio que tarde o temprano sus padres se iban a enterar, no había forma de ocultar el golpe en la cara. Pero como él no quería preocupar a su familia, eligió ingresar por el garaje, a su izquierda. Daniel quería arreglarse un poco antes de cruzarse con sus padres. Por más que estuvieran lamentablemente acostumbrados, nunca lo habían visto tan magullado y maltrecho. Lo peor que habían llegado a ver era un ojo morado y algunas manchas de sangre en la ropa. Pero esta vez, su estado actual les provocaría una fuerte impresión, especialmente a su madre.
La gran puerta de acero del garaje era corrediza y manual, no era de las automáticas con motor, lo cual aprovecho para entrar sin hacer ningún ruido. Apenas entro se sintió más aliviado. El auto de su padre no se encontraba ahí, lo cual significaba que no había vuelto del trabajo y que en cualquier momento lo haría. Camino hasta la otra puerta y espero unos segundos.
Guardando silencio Daniel escucho la voz de la conductora del informativo en el televisor, que hablaba al parecer sobre un terremoto u algún otro desastre natural similar. De este modo y sin lugar a dudas supo que su madre estaba en casa, seguramente terminando de preparar el almuerzo.
Sigilosamente se dirigió a la cocina-comedor y echo un vistazo. Su madre, una mujer de baja estatura y de tan solo cuarenta y cinco años, estaba acomodando los únicos tres platos en sus correspondientes lugares. Ella llevaba puesto el mismo delantal que usaba para cocinar desde hace tres años, el cual Daniel le había regalado en broma para el día de la madre. Este tenía la imagen de una exuberante mujer en bikini desde el cuello hasta las rodillas. Le había parecido divertido debido a que no guardaba ninguna relación con el verdadero cuerpo de ella. El cual no era gordo, sino, según su propia definición, "grandecito" o "fortachón". Daniel no pudo evitar sonreír, recordando las risas de ese día. Adoraba como su madre no tenía ningún complejo con su cuerpo.
Seguro de que Clara, su madre, no lo escucho en lo más mínimo al entrar, se quitó los zapatos y subió la escalera de madera en medias, silenciando así cualquier ruido. Había varias fotos familiares colgadas en la pared. Y mientras subía se fijó en una de ellas, en la cual estaba él, tal como se veía en su sueño recurrente. Una vez arriba se fue a su pieza. Dejo los zapatos y la mochila al lado de la cama, agarro una muda de ropa del ropero y rápidamente volvió a salir.
Se metió en el baño de al lado de su habitación y frente al espejo observo su rostro. Daniel abrió bien grande sus ojos verdes al ver su cara, que estaba peor de lo que creía. Ahora entendía porque era que lo querían llevar al hospital. Tenía una raspadura en la frente de cuando se cayó, con un poco de sangre seca y tierra. Esto no le importo, no era más que un simple raspón sucio. Pero lo que realmente lo desanimo era el color morado y la creciente hinchazón que tenía en su pómulo izquierdo, donde Iván Núñez lo había golpeado y dejado medio inconsciente a causa de eso.
Lo mejor que podía hacer Daniel era bañarse y dejar que el agua limpiara sus heridas. Abrió las llaves de agua caliente y fría de la ducha al mismo tiempo. Por mucho calor que hiciera, no soportaba meterse bajo el agua helada desde el principio, ya que le provocaba tanto frio que le dificultaba la respiración. Por eso prefería meterse e ir bajando la temperatura gradualmente.
Cuando comenzó a sacarse la ropa no solo noto que estas estaban todas mugrientas. También se dio cuenta de que tenía todo el cuerpo adolorido. Tardo toda una eternidad en sacarse la chomba a causa del dolor de su espalda, hombros y brazos, los cuales habían recibido la mayoría de los golpes cuando lo patearon en el suelo.
Una vez desnudo y el agua tibia, entró. Al contacto con el agua las raspaduras comenzaron a arderle intensamente, no solo la de la frente sino también las de los codos, de las cuales no se había percatado. Afortunadamente ahogo un quejido de dolor, justo en el instante en que alguien golpeaba a la puerta del baño.
Sobresaltado Daniel intento, torpemente, cerrar la canilla y permanecer quieto, sin hacer ningún ruido. Lamentablemente, su madre ya lo había oído.

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