"A las doce me voy al sobre" pensó Marina en la soledad y el silencio que reinaba en su departamento de dos ambientes. Palermo esa noche estaba apagado.
Cenó, se bañó y se miró las tetas, en el espejo de su cuarto, con la esperanza de que siguieran paradas y lindas, como siempre. Con la toalla en la cabeza, su bombacha rosa que rozaba entre la sutileza y lo provocativamente correcto se miró, se puso de costado e imitó la cara que usaba para demostrar lo mucho que le gustaba cuando la cogían. Sus ojos a medio cerrar, lo mismo que hacía cuando se encontraba atrapada entre las fauces del placer sexual. Deslizó un brazo por su vientre, juntó dos dedos de su mano y conociendo el camino de memoria llegó a su vagina. Se acarició los labios por arriba de la tela y sintió escalofríos. Comenzó a frotarse con más fuerza. Su mano aumentaba la velocidad y la calentura se esparcía por todo su cuerpo. El silencio de su departamento fue interrumpido por gemidos que Marina alternaba entre suspiros y movimientos circulares cerca de su clítoris. Se multiplicaron, ahora eran continuos... su mente estaba perdida entre los vaivenes de electricidad que tenían origen en su entrepierna.
Sin previo aviso, un grito mayor interrumpió la sesión de orgasmos que estaba teniendo. Marina se asustó, el primer ruido la despabiló. El segundo ruido le causó curiosidad, era un sonido apenas audible... como si alguien hubiera estrellado un huevo contra el piso. El grito de un hombre la puso alerta. Retiró su mano y se la lavó. Ahora se escuchaba un murmullo generalizado.
Otro grito más se escuchó, era el de una mujer que lloraba. Marina asomó su cabeza por la ventana de la cocina. La ventana daba al pulmón del edificio y desde la altura de su piso número cuatro pudo ver que en el patio había un hombre tirado. Era el pendejo emo del piso siete. Su cuerpo yacía sin vida, la cabeza estampillada y castigada por el impacto.
Todos los vecinos estaban histéricos, incluso había niños que miraban el cuerpo.
La situación le puso los nervios de punta. Buscó un cigarrillo por todos los rincones de su casa. No tenía y nunca fue de las que fumaban demasiado. Pero deseaba tanto prender y pitar un cigarrillo que decidió ir al kiosco. De paso compraría chocolates.
No tenía ganas de usar el ascensor. Le daba miedo, tenía la sensación de que nunca estaba sola cuando se subía a uno. No había nada más terrible para Marina que estar cerca de un lugar que había visitado la muerte. Nunca fue a los velorios de sus familiares. Una sola vez estuvo en un suicidio y le bastó para traumatizarse por siempre. Empezó a bajar las escaleras mientras se acordaba como el tren San Martín le partía los huesos a un hombre que según decían se había tirado con una botella de cerveza en la mano y un blister de calmantes en la otra. Se acordó del olor a sangre cuando pasó cerca del andén que lo había triturado a las seis y media de la mañana, cuando todos se levantaban para ir a trabajar. Recordó las expresiones de la gente: algunos se acercaban a mirar el cuerpo, otros evitaban posar la mirada en semejante espectaculo. Cuando quiso prender la luz del primer piso, alguien se adelantó y lo hizo por ella. La saludó sin mirarla, y continuó subiendo al mismo ritmo que ella bajaba para comprar los cigarrillos.Cuando quiso saber quien la había saludado era tarde. Sólo llegó a ver unas Vans que subían energéticamente las escaleras y afuera la esperaba la noche, fría y parca como el alma del pendejo emo. Compró sus cigarrillos y volvió a subir las escaleras hasta el cuarto piso obviando que había dos ascensores disponibles. Las luces de dos patrulleros tiñeron la calle de azul eléctrico y mientras fumaba pegada al balcón, Marina sintió una duda enorme. Una duda acompañada de una imagen. En su mente veía las Vans subiendo las escaleras. El movimiento se repetía sin parar. Las zapatillas tenían algo, como si ya las hubiese visto en otro lugar. En otro momento. Confirmar lo que le estaba pasando por su cabeza le daba terror.
"No, no puede ser. Tiene que ser una coincidencia" pensó mientras se prendía otro cigarrillo y asomaba su cabeza a la ventana de la cocina. Se estaban llevando al pendejo emo, tapado con una frazada. Lo levantaron y mientras lo cargaban se le salió una zapatilla que quedó prolijamente iluminada.Se le llenó el corazón de miedo. Ahora ya no sabía sí lo que se acordaba de ese encuentro fugaz con la otra persona en el primer piso estaba tan colmado de detalles como los que se le ocurrían ahora. Si hacía fuerza hasta podía ver la cara del pendejo emo cuando prendió las luces y la saludó. El reloj marcaba las doce y tres minutos. Marina tenía un atado de veinte. Dormir era algo que esa noche no existía. En su pequeño mundo de dos ambientes y orgasmos frente al espejo nadie iba a dormir hasta que dos días después el portero se percató de que la zapatilla del muerto adornaba el patio. Como si fuera un monolito, un altar mudo y sin dueño, que descansa al costado de la ruta. Marina dejó de usar los ascensores. Dejó de poder dormirse a las doce como todos los días desde que se había mudado sola. Lejos de todos.
ESTÁS LEYENDO
Terrores cotidianos
Mystery / ThrillerA lo largo de estos cuentos se podrán percibir épocas de un futuro dominado por la tecnología, creencias que siguen siendo proclamadas y llevan a niñas superdotadas a odiar a sus hermanitos y creer en hadas al mismo tiempo. Podremos seguir la conv...