De Abóbora Faz Melão

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Para Nancy, que mientras me contaba esto lloró varias veces y me hizo dar miedo cuando estaba solo en casa y lo escribía.


Me mudé a lo de mí, en ese momento novio, cuando tenía 28. Las cosas con mis viejos estaban mal pero yo trabajaba y me iba muy bien, tenía razones para irme y dejarlos en paz. Mamá me decía que no era buena idea irme, que tenía un mal presentimiento. Yo le pedía casi de rodillas que dejara de pensar en boludeces mientras lloraba haciendo las maletas. Mamá nunca se equivoca con sus malos presentimientos, aunque descubrí que también es una gran actriz en el teatro diario que implica ser parte de una familia y usar estrategias para retenerme.
Cuando me fui se negó a saludarme, eso me enojó tanto que salí de casa pensando que jamás iba a volver, que mamá me tendría que llamar y llorar mucho como para que se me pasara el enojo.
Estaba pensando en cómo devolverle el sufrimiento que ella me causó. Los seres humanos cuando estamos dolidos somos los peores, creo, ideamos planes de cualquier índole sólo porque podemos imaginar. Y de imaginar al hecho no hay tanta distancia cuando se trata de sentimientos de rencor y venganza. Creo.


Con mi novio vivíamos en Tortuguitas, un terreno gigante con dos casas. En una, sus padres y hermanas, y en la otra nosotros. El lugar me daba paz, aunque me parecía sombrío por las noches cuando bajaba del 57 y caminaba por esas calles tan silenciosas y llenas de árboles. Me ponía los nervios de punta estar sola en esa casa cuando tenía que esperar a mi novio, Ariel.
Había momentos en los que el viento soplaba y los arboles parecían murmurar toda la noche, el silbido del viento era distinto al que escuchaba en Pilar, en donde vivía antes. Acá, en cambio, el viento soplaba con odio cuando había tormenta.
Y en una de esas noches lo empecé a ver, lo empecé a sentir. Me levanté para hacer pis, dormida, y cuando estaba por prender la luz del baño, una mano apenas más grande que la mía me tocó. Era fría y durante un instante sentí como si me hubiesen tocado con una esponja empapada con agua helada.
Grité, saqué la mano como si la hubiese sacado de una olla con agua hirviendo, escuche corridas que iban hacía el living, como algo que escapaba. Y del otro lado de la casa se sentían corridas también.
—¿QUIÉN ES? ¿ARI SOS VOS?
—Sí, mi amor. ¿Qué pasó? -Me preguntó él.
—Nada, boludo... —le contesté yo con el corazón aún en estado de alerta—Aluciné que alguien me tocó la mano porque estoy re dormida.

Me acosté y no dormí. En mi cabeza sonaban las corridas de un extremo de la casa a la otra.
Algo esa noche me tocó la mano, y no se lo quise contar a nadie porque seguramente iba a quedar como una boluda miedosa. Me dormí imaginando las voces de mis compañeros "Ay, Nancy... por favor, estás en una casa nueva y se debe sentir todo extraño.", "Siempre que uno se muda siente un poco de miedo. Todas las casas transmiten eso al principio."
Esa noche dormí bien, pero antes de despertarme vi la cara de mi mamá llorando. Me pedía que corra lejos. Pesadillas, también son normales. Pensé y me calmé tratando de salir de la cama y preparándome para un nuevo día.


Mi suegra era rara, su casa estaba pintada de rojo y era demasiado estridente para mí gusto. Tenía cuadros de nenes africanos en mercados con frutas y parecían ser de otra época. Pintados con sus rostros negros y las bolitas blancas de sus ojos, sentía que los pequeños mulatos me miraban y me invitaban a quedarme ahí mirando esos cuadros por siempre. Sonriendo y descansando en el sol. Algunos con tambores, otros miraban frutas que eternamente estaban en su mejor momento de maduración y seguramente eran riquísimas porque los ojos y las lenguas de esos negritos delataban que sí, en ese cuadro eran las frutas más ricas del mundo.

Los domingos, cada vez que yo tenía franco, comíamos con ella. Hubo una tarde en la que subí al baño de la planta alta
Mientras estaba sentada en el inodoro y me cuestionaba por qué mi suegra me producía tanta desconfianza, empecé a escuchar una canción. Me di cuenta al rato de que la estaban cantando del otro lado del baño. La canción no era en español, sonaba como si fuera en portugués.
Parecía una canción de ronda, como la de la ronda de San Miguel. Eso fue lo que pensé mientras salía del baño. La canción venía de la pieza de Mora, una de las hermanas de Ariel, la más chica de la familia.
Cuando abrí la puerta de esa habitación, las voces que cantaban se esfumaron, pero tardó más en desaparecer lo que había estado en ese momento antes de que yo los descubriera. Había una ronda, como de un humo que apenas se ve. Había una ronda y se veían formitas de nenes agarrados de la mano. Fue difícil comprenderlo: era como ver seres chiquitos, de humo negro, todos agarrados de las manos. Como jugando, como si fuesen niños jugando a la ronda de san miguel, el que se ríe se va al cuartel.


Cuando bajé del baño, la expresión que tenía en mi cara despertó la preocupación de todos en la mesa. Mi suegra me notó rara, pero no me preguntó que me pasaba. Al final del día, cuando Ariel y su papá habían terminado de ver el partido nos volvimos a nuestra casa. Me dolía la cabeza de mirar tantas paredes rojas. En las paredes internas de mi cabeza rebotaban las voces aniñadas cantando esa canción en portugués. Empecé a soñar con los cuadros del living y por momentos me dormía escuchando risitas. Escuchaba que corrían y jugaban. Soñaba con mi suegra y con lo último que me dijo ese domingo que los descubrí.
En el sueño estábamos ella, Ariel y yo. Había humo en el ambiente, también ruido de tambores. Las paredes parecían más rojas, y había una infinidad de velas prendidas. Dentro y fuera de la casa, algunas adornaban los árboles. Cuando me tocaba saludarla, como si nos fuéramos nuevamente de su casa, ella me tomaba con su mano llena de anillos, sus uñas partidas y pintadas de rojo. Un fondo negro que parecía eterno. Y nuevamente su boca en mi oreja, me susurraba "'¿Los viste jugando a la ronda?" , me desperté gritando cosas incoherentes mientras Ariel me pedía que me calme, y me decía que había tenido una pesadilla. Sentí alivio de abrazarlo y que esté durmiendo en la misma cama en la que estaba yo.

Terrores cotidianosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora