Capítulo 1

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Capítulo 1

Aquella era una noche que traía una inexorable quietud, tan pasiva, pero a la vez tan intensa que nadie comprendió que era el anuncio ineludible de las cosas que suscitarían en los siguientes días. La lluvia recién empezaba y la mayoría de personas en la provincia de Dantos se encontraban degustando de alguna cena familiar. La familia de los Casares no era la excepción, don Marco Casares, se hallaba en la punta del comedor acompañado de su esposa y de uno de sus hijos, luego de un día de arduo trabajo en la ferretería.

-¿Dónde está Ignacio? -preguntó don Marco, mientras un espagueti le adornaba la barba.

Susana, su mujer, le pasó una servilleta de manera veloz con el fin de evitarle una vergüenza. Ella aún conservaba las amplias ojeras que resaltaban el llanto prolongado al que se había sometido en la mañana. Prueba indiscutible de ello, era que la señora, tenía los ojos enrojecidos con un alto grado de irritabilidad, lucía además, de unas lagañas que le invadían toda la vista y ostentaba un pelo que en los buenos tiempos había sido de un tono rubio ceniza, pero que ahora se confundía en un muladar de pelos dorados y grises que se enroscaban sobre su cabeza de forma simpática.

-No lo sé, el muchacho ya no viene ni a comer -fue la respuesta de la madre mientras repartía la ensalada de pepinillos con rodajas de tomate.

-Anda, llámalo, mujer -dijo Marco de mal humor.

El jefe, había tenido un día difícil: una discusión con uno de los empleados, un alegato con un cliente por una devuelta y una multa por haber parqueado mal el Ford modelo 82 en un lugar para discapacitados, habían hecho de las suyas. En fin, había sido otro día en la cotidianidad del jefe de la familia.

Susana se levantó de la mesa de mala gana. Miró con nostalgia a la fotografía de la hermosa chica de semblante feliz, que resguardaba con recelo en el gabinete central, mientras que memoró las oportunidades que había tenido para trabajar como actriz de la televisión y fue entonces que una pregunta le rodeó por la cabeza: «¿Qué diablos hago aquí?».

Entre tanto, Ignacio se encontraba en el sótano, lugar en donde había pasado buena parte de la tarde después de llegar del colegio. Estaba jugando con una pelota de tenis que rebotaba rebelde en el cuerpo de un ratón. La pelota cada vez se teñía más de rojo y el animal cambiaba de posición con cada golpe mientras que el rostro de Ignacio se tornaba oscuro y sombrío. En el acto, recordó la pelea que había tenido en el colegio a la hora del descanso, cuando Dumas Hernández lo había golpeado por la espalda con un palo de escoba que le hizo tronar los pulmones. Luego, en su mente sobrevinieron los sucesos que siguieron: un par de patadas en las costillas, unos golpes en la cabeza por parte del resto de la pandilla y una carcajada que él mismo había soltado de manera demente cuando lo castigaban, le hacían aumentar la velocidad y la fuerza con que tiraba dicha pelota.

-Ignacio, ven a cenar. Tu padre te llama -fueron las palabras que Ignacio escuchó en la entrada del sótano, rápidamente escondió la evidencia de lo que para él era una simple distracción, pero que imaginó que a su madre no le iba a simpatizar en lo más mínimo.

-Ya voy mamá -respondió con tono pasivo.

De inmediato, se lavó las manos con límpido para quitar las manchas de sangre de sus manos, y luego subió por los viejos escalones de madera que daban al patio trasero de la casa. Sintió el sonido que éstos daban cada vez que daba un paso por causa de la polilla que ya había empezaba a hacer estragos en el hogar.

Cuando llegó al patio sintió la llovizna que sucumbía tenue en su pálido rostro. Miró el reloj de pulso y se dio cuenta de que ya eran más de las siete. «Como pasa el tiempo, ya mañana volveré a jugar», pensó.

El Secreto de IgnacioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora