Capítulo 2

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Capitulo 2

Los primeros rayos del amanecer golpearon renuentes en la entrada del sótano. Ignacio se levantó con un dolor en el cuello, debido a la posición en la que había dormido  durante la noche con la cara recostada sobre el piano. Ahora, albergaba  en su rostro las marcas de las teclas que habían surcado por la delicada piel; no era la primera vez, ni tampoco sería la última en la que él visitaba el reino de los sueños en aquel lugar, en realidad, dormía mejor allí que en su propio cuarto. Se desperezó levantando los brazos mientras que un bostezo le salió con timidez. Miró que el reloj marcaba las seis de la mañana. Calculó que  tenía el tiempo suficiente de arreglarse para ir a estudiar.

Corrió presuroso por los escalones y salió al patio de la casa. A esa hora, el canto de las aves le hizo sonreír. Los primeros rayos de sol le acariciaron su piel blanca y el olor a huevos revueltos con tomate y cebolla que salía de la cocina, le hicieron sentir excelente.

Contempló sonriente a la vivienda esplendorosa. Los ladrillos pintados de laca, brillaban al son de la mañana; el techo de teja barro, albergaba a las palomas que, a esa hora empezaban a hacer de las suyas. Cuando una le cagó en el hombro, el joven pensó que aquello era señal de buena suerte.

Escuchó un pequeño alegato, y giró con rapidez hacia el patio de los vecinos. Observó a los Caicedo posados sobre el fino césped, frente a su mansión, una casa de tres pisos en estado deplorable. Recordó que habían pasado ya dos años desde que sus colindantes habían llegado al barrio, pero lo que más le llamó la atención a Ignacio, era ver a Mariela, la hija  mayor de aquella familia, trepada en el tejado. Por un instante Ignacio salivó  al vislumbrar a la compañera de clase, que por cosas del destino, no sabía que él existía. La quinceañera estaba posada sobre lo alto. El pelo castaño le ondeaba con las caricias de la brisa mañanera y sus ojos café claro manifestaban una ira tan común en ella, que él comenzó a excitarse. La chica comía, como era su costumbre, sobre las tejas de barro mientras que sus padres le suplicaban de una u otra manera de que bajara. De nada valieron las amenazas y berrinches, ni mucho menos el rejo que su padre sacó.

En la escena, su hermanita Susy, una pequeña de rizos claros como el sol matutino, de dos años de edad, estiraba los brazos para subir a acompañarla, pero su madre le reprendió dándole unas palmadas en las manos, sin saber que todo aquello desencadenaría en el llanto angustioso de la pequeña.

De repente, sintió la mirada furtiva de Mariela y eso le incomodó. Aquellos ojos que destilaban  ira le acongojaron. Entonces, decidió entrar al hogar como un animal salvaje cuando escapa del cazador. De nuevo la puerta gimió. Subió a su habitación, se bañó y se vistió con un pantalón café y una camisa blanca  tan arrugada que parecía un acordeón vallenato.

— ¡Ignacio, ven a desayunar! —dijo Susana, en forma de alarido.

—Ya voy —respondió, mientras se apretaba la correa. 

A las seis y cuarenta y cinco de la mañana, ya toda la familia se encontraba sentada en el comedor. Las sillas altas eran de fina madera talladas con tréboles de cuatro hojas, como la puerta principal de la casa. Marco, ostentaba el lugar al que se había ganado el derecho por ser el padre de la familia. Éste, yacía a la cabeza del comedor hecho del más fino cedro y que se encontraba adornado de un tono caoba.  A su lado, Susana reposaba luciendo en esa ocasión una trenza que caía pesumbrosa hasta la punta del coxis. Al frente de ella, estaba  Matías, quien  lo miraba con una  calidez tan perturbadora que, a Ignacio le pareció extraño.

—¿Y cómo estás, Ignacio? —preguntó el padre frunciendo el ceño.

A Ignacio, esa mirada le incomodaba, era como la del día en que su padre lo había descubierto comiéndose las moscas que caían en las trampas de cebo de melaza, a las afueras del sótano.

El Secreto de IgnacioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora