i. el cazador

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La señora Hudson sirvió el té sobre la pequeña mesa del comedor, llamando así el interés del doctor que se escondía detrás del periódico que había llegado esa mañana. Los curiosos ojos dejaron entrever mansa extrañeza, moviéndose lento por la compostura molesta de la mujer, crispándose su entrecejo al saberse obligado a doblar el papel entre sus manos para cumplir la silenciosa petición.

—¿Cuántas veces tendré que repetirle, doctor Watson, que no estoy aquí como su sirvienta?

—¿Aún sigue enfadada por mis relatos?

—¡Ni una sola línea! —exclamó con furia—. Espero que la próxima edición me haga justicia ¡o juro por Dios que los echaré!

El hombre mostró ingrato asombro en su semblante, creyendo a la señora Hudson capaz de cumplir esa promesa. Se aclaró la garganta y su mano se abrió paso entre las telas rugosas de su traje, tanteando en su bolsillo la narración de uno de los casos más recientes, sin siquiera apartarle la mirada a la ajena. Ésta se dio media vuelta de pronto, con la intención de regresar a su habitación y pasar el rato ensimismada en sus lecturas, siendo detenida por el sonido de unos golpes en la puerta.

Watson entreabrió los labios, vacilante bajo los severos ojos de la mayor.

—Yo atenderé, descuide. —Una mueca adornó su boca en consecuencia, poniéndose de pie para caminar hasta la entrada.

La mujer se vio complacida por ahorrarse la tarea y finalmente se retiró. Mientras tanto, aquel de áureos cabellos observó tras la madera la imagen de una joven dama; la belleza de sus celestes ojos era contrastada por el negro intenso de sus hebras, por la piel cándida de su cuerpo acunado en el manto de su vestido. El rojo pasional de las telas se entremezclaba con el arrebolado de sus labios y mejillas, y a la vez, por el par de frágiles flores adornando los bordados de su capa. A su lado se hallaba un hombre de tan preciosas facciones como las de ella, vistiendo tonalidades oscuras, casi abandonadas de la viveza que bien portaba su esposa, como Watson pudo deducir. Su rostro, escondido entre los enmarañados cabellos, el sombrero de terciopelo y los dorados anteojos, lucía rasgos finamente masculinos, acabados por la sombra de una indescifrable amenaza.

El doctor debió desviar su mirada a la mujer para prestar oídos a las palabras que pronto surgieron de su boca.

—Sherlock Holmes, he de presumir.

—Temo negárselo —correspondió John—, pero suponiendo que han venido hasta aquí por un caso, pueden acompañarme. Él se encuentra arriba.

Ambos visitantes asintieron, entrando a la morada y emprendiendo los mismos pasos que su servidor. Ya en el apartamento, más desastroso de lo que el doctor solía recordar, él les indicó que tomasen asiento en las sillas exclusivas para los clientes, dirigiéndose hacia el pasillo que brindaba el camino hacia la habitación del detective. A punto de abrir la puerta, Watson se detuvo de súbito. Hacía tiempo, luego de su humilde boda, que Sherlock Holmes no se dignaba a otorgarle palabra alguna, y mucho menos a salir de ese refugio de cuatro paredes. Pero Mary insistió tremendamente en que no podía darse el crédito de ser la única causa de esa ausencia, pues la muerte de La Mujer, gloriosa contrincante de su amigo, era el único hecho más reciente que su mudanza. Habían acaecido semanas de sus infructuosas visitas a su antiguo hogar, con la esperanza de encontrarse con él, de establecer alguna charla por más breve que pudiese ser. Mas la suerte no había brindado a su favor en ninguno de sus días y nunca, hasta entonces, tuvo el coraje de enfrentarse a ese duelo.

morir a gusto ― johnlock n' hannigramDonde viven las historias. Descúbrelo ahora