v. el beso de la muerte

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—Dígame, Holmes, ¿cómo supo que Francia era nuestro destino?

El susodicho, a merced de los tratos médicos de su compañía, se vio alborozado por la pregunta; la sonrisa duró en sus labios tan poco como un parpadeo, pero ello bastó para arrebatar en John el mismo gesto, acostumbrándose una vez más a la peculiaridad de su orgullo, a la forma en que Sherlock parecía deslumbrar a todo aquél en su camino cuando su intelecto era halagado. Acaso ese efecto podría igualarse con el de una mujer siendo alabada por su belleza, pensó el doctor.

—Los óleos de Hannibal Lecter tenían detalles inconfundibles, Watson —comentó vivamente—. Contrario a usted, he tenido la dicha de visitar París, hace más tiempo del que puedo recordar. Me temo, sin embargo, que no fue una situación oportuna y el caso que tan veloz me llevó a esa ciudad, me echó de la misma manera. No se imagina el disgusto de los detectives al ver que mi método fue efectivo y que su reputación pronto cayó de bruces. Su inmenso ego no les dio más alternativa que provocar mi abandono del caso.

—¿Quiere decir que no consiguió dar con el culpable?

Una risotada fue expelida por su boca.

—No habría yo de marcharme sin mi cometido cumplido —dijo, y su colega creyó escuchar en su voz cierta altivez—. Reconocí al culpable y lo informé a las autoridades. Los detectives quizá se llevaron la fama de ese caso, más no la satisfacción de haberlo resuelto verdaderamente.

La blanca toalla, ahora manchada del carmesí de la herida, se presionó contra el pómulo lacerado de Holmes, creando en sus facciones una ligera molestia por el escozor. Watson distanció su toque, no deseando provocar en su compañero más dolores de los que ya cargaba consigo, pese a que él ignorase toda cicatriz física como si no hubiese sucedido, sumergido ya en los dominios de sus deducciones. El aliento del hombre le rozó la piel del brazo, estremeciéndole la cercanía y la paz de ese vaivén, sus cuidados volviéndose una tierna caricia en la que ninguno de los dos reparó, demasiado entregados a esa intimidad constantemente como para entender los límites que habían sido transgredidos desde tiempo atrás. Sherlock alzó la mirada hacia su querido colega, aprovechando su concentración para ofrecerle la más sincera de sus sonrisas; no siendo ésta vista por los contrarios ojos jamás.

—Pero —John puso fin a su tarea, alejándose del detective con lentitud—, ¿cuáles eran esos detalles?

—Útiles pistas de célebres sitios en París —contestó al instante—. Las encarnaciones de sus obras maestras yacían entre calles de algunos barrios e iglesias, menos aquella que conmovió tanto al señor Graham. Deduzco que la Capilla de Palermo tiene algún vínculo sentimental con nuestro sospechoso y los estragos que dejó atrás en su visita a Italia —pausó—. Por otra parte, su comentario respecto al buen cuidado de la casa fue adecuado para mis suposiciones: debía haber alguien que mantuviese en perfecto estado el lugar y si las pistas jugaban a nuestro favor, esa persona nos guiaría al mismo caníbal tarde o temprano, como justo ahora está haciéndolo.

—Me sorprende que usted no esté buscándole en este mismo instante.

—Los riesgos son indecibles, Watson —explicó—. No sé lo que podría desencadenarse si ese fugitivo sospecha de nuestra presencia en el tren, y no descarto la posibilidad de seguir malos pasos de ser así.

—¿Qué tiene en mente, Holmes? —Una de sus cejas se curvó ante el entusiasmo que el ajeno trató de ocultar terriblemente.

—Nunca es mal momento para un disfraz.

Se sonrieron con complicidad y antes de que John pudiese decir palabra alguna, el índice de Sherlock se posó en sus labios, acallándole de súbito. Poco después, el doctor reconoció, confundido, que tal acto había sido incitado por los movimientos de Graham, quien se veía aturdido por su reciente sueño, dándole la espalda a ambos hombres. El de ojos cerúleos miró detenidamente la estupefacción de su compañía, su estudio descendiendo por su rostro hasta que debió apartarse con brusquedad por la irremediable caída a la boca que su dedo dejó de golpe. Se puso de pie y Watson retrocedió en su perplejidad, brindándole a sus cuerpos una distancia que nunca recordó necesitar.

morir a gusto ― johnlock n' hannigramDonde viven las historias. Descúbrelo ahora