xi. la habitación de los cuatro corazones

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En sus oídos, las manecillas del reloj entre sus dedos retumbaban. Había acaecido el anochecer ante sus ojos y su esperada compañía alargaba el momento de su espera; vio la última luz del sol desvanecerse a las orillas de la costa, fue el amante de esa estrella primera que el cielo presumía, escuchó el canto de las aves emigrando. Pero el demonio, su demonio, jamás se presentó. Fue Bedelia Du Maurier quien, a sus espaldas, se detuvo. Fue ella y no otra la mujer que le ofreció su vida, estirando la mano con una filosa alabanza: una cuchilla le aguardaba ahí.

Will cerró la máquina de tiempo en un impulso, arrastrando el silencio la marea de su pasado. Se giró hacia ella, mas no se vio atraído por su sed de muerte, pues a otra distancia más larga su creador lo observaba. Hannibal Lecter ponía a prueba su negro querer, pidiéndole sacrificar su primera caza; no era la figura del psiquiatra, sin embargo, la que él contemplaba, era la bestia de astas que crecían y crecían, de piel de carbón, de alma de diamante. Uno ensangrentado. Uno roto, uno humano. Un corazón más sincero que el antifaz del bien que los verdaderos enemigos portaban.

—¿Me concederás el honor? —insistió Bedelia, temblorosa.

La vida se le iba de las manos y el recuerdo que se llevaría a la tumba sería el de haber sido un mero juego, una patraña disfrutada por dos locos perdidamente entregados a las raíces de sus seres. Era polvo, pero no aquel en el que los astros se marchitaban. Era las sobras de algo más pasional, duradero, exquisito.

El efebo se acercó a su primer estrago, y tomó la daga en su propia palma, sujetando la mano de la mujer en un derroche de finura. Como si de una danza se tratase, le dio una suave, lenta vuelta, abrazándole entre sus brazos, prometiéndole paz en donde no había más que guerra. Hannibal se regodeó de ese atrevimiento, de ese romance cauto en el crimen, también del miedo en el rostro con el que ella le pidió clemencia. Un instante hizo falta para que los dedos de Will reptasen hasta su cuello, como antes lo había hecho en el tren.

—Alguna vez me dijiste que fantaseabas con matarme —le dijo él—, y que ello sucedería en tus propias manos.

—Cada día sigo deseándolo, Hannibal.

—Entonces, piensa en mí —pidió, señalando a Du Maurier—. Arráncale la vida creyendo que soy yo. ¿De qué serías capaz, Will?

—No jugaré tu juego. —Su respiración se aceleró, sus palmas trémulas en la piel de su víctima—. He dejado de ser tu esclavo.

E incluso cuando desesperadamente la mujer corrió lejos de sus brazos, el caníbal guardó la calma. Graham se negaba a cazarla, a seguirle el paso para robarle el aliento con un solo castigo y complacer a la bestia. Al momento de tropezar ella con la maleza, gritando por ayuda, ambos fueron el espejo del otro: sus pasos fueron paralelos, sus gestos imitados, sus miradas náufragas en la otra, y se encontraron al fin rodeando a la gacela. Will le tendió la cuchilla después de haber tomado la suya de su bolsillo, cómplice maldito del destripador, quien descaradamente le sonrió, aquella siendo una muestra de su amor de tantas que quedarían por llegar.

Bedelia Du Maurier fue asesinada y transformada en Venus, la obra de Botticelli llevada a la vida, como ofrenda para un nacimiento distinto; macabro. Hannibal Lecter había, finalmente, terminado de moldear a su amado muchacho cuando éste le arrebató el corazón a su presa, hurtándolo del pecho que ya no latía. Lo acunó, lo contempló, lo lloró en silencio. Todo aquel que creía ser había muerto con ese cuerpo, ¿por qué debió ser el diseño de alguien más cuando a sí mismo se había jurado no ser el Judas, esta vez de Sherlock Holmes?, ¿por qué disfrutaba tanto de la sangre que se le escurría entre los dedos, viéndose negra a la luz de la luna?, ¿con qué añejo querer se estremecía en los brazos que de pronto le rodearon? ¡Qué avasalladora la dulzura de su hogar!

morir a gusto ― johnlock n' hannigramDonde viven las historias. Descúbrelo ahora